Genova la cittá

La ciudad natal de El Descubridor de las Américas, su mar, su puerto, sus montañas y su grupo de 17 turistas recorriendo las calles, tomando fotografías, criticando y admirando su arquitectura, sus equipamientos, su configuración. Esos 17 turistas somos nosotros, los estudiantes de la Escuela de Arquitectura de Marsella, y entre nosotros, tres profesores, de los cuales ninguno es arquitecto, un geógrafo-filósofo, una socióloga-urbanista y un informático-fotógrafo.

 

Para llegar a ella, el tren se detiene en ciudades que bordean el mediterráneo como Niza, Mónaco, Ventimiglia y Savona, entre otras. El viaje, que entre Marsella y Genova dura unas 5 horas, es un placer continuo, cruzando pueblos, inmensas mansiones con sus jardines botánicos, antiguos fortines sobre el litoral, palmeras, flores, montañas y playas, acantilados, arrecifes, piedra, arena, peñascos, túneles y mar, túneles y mar, mucho mar.

Por momentos, la vía férrea bordea el filo de una montaña, pasando por encima de una bahía virgen e inaccesible, y la quietud dentro del vagón y la velocidad con que el paisaje pasa detrás de la ventana te hacen creer que vas volando dentro de un avión. Por momentos, la vía pasa sobre un dique a ras del agua y tienes la impresión de estar navegando sobre el mar, no se ve la tierra, no se ven los rieles ni la vía, te sientes dentro de un bote de alta velocidad trepando las olas sin el menor movimiento, hacia el mar adentro, cuando lo único que ves es el azul aguamarina bajo tu ventana y el azul oscuro bajo la línea del horizonte, allá donde el cielo se derrite y cae al agua en tonos grises.

 

Nos estamos acercando a Ventimiglia, donde debemos cambiar de tren. Cruzamos un río de escaso caudal y con ello la frontera que separa Francia de Italia. Pero lo que realmente da el primer aviso del cambio de país son las placas de los autos y los avisos comerciales. La tipología de las casas no difiere considerablemente de no ser por unas ligeras variaciones en el tratamiento de las bajantes de agua lluvia y  el material de las cubiertas, a primera vista. Tenemos una hora libre antes de tomar el tren siguiente y salimos de la estación, en pleno centro de Ventimiglia, en busca de algo que comer. 

 

El primer choque psicológico nos agrede y al mismo tiempo nos da la bienvenida: pedir un sándwich en el primer bar que se nos cruza se convierte en una prueba de mímica y malabarismos. El que sepa decir ‘por favor’ y ‘gracias’ entre nosotros se vuelve automática e instantáneamente el líder del grupo, y es quien logra ponernos un emparedado a la italiana en nuestras manos, pagar la cuenta y dar las gracias en nombre de todos. Un centenar de metros más adelante se vislumbra un parque de grandes árboles y al fondo, el mar. Nos dirigimos hacia allí. La playa, que en vez de arena está llena de pequeñas piedras grises, está vacía, el sol está radiante y el día es claro, pero el viento primaveral es helado. Nos sentamos en grupo sobre los bancos de media luna que se repiten melódicamente a lo largo del paseo peatonal a terminar de comer y para el postre alguien saca una manzana que partimos en pedacitos iguales.

 

De regreso a la estación, pasamos a través de dicho parque. Frondosos árboles y palmeras protegen fuentes y bancos donde madres pasean sus bebés, los viejos hacen un pic-nic improvisado y algunos hacen la siesta sobre el césped, a pleno sol para calentarse del viento frío. Una de las calles que bordea el parque tiene en todo el largo una serie de arcos naturales; árboles inclinados a cada lado de la calzada que con el tiempo juntaron sus ramas y los fueron podando creando arcos, como si uno se injertara dentro del otro, esta bóveda natural debe ser todo un acontecimiento cuando le crezcan las hojas. El grupo vuelve a conformarse en la estación y nos subimos al tren.

 

Cabe añadir que conforme nos alejábamos de la frontera, la arquitectura italiana dejaba ver sus rasgos; vivos colores en fachadas, amarillos brillantes y rosados fluorescentes, detalles en sus alzados, ventanas, ornamentaciones, remates, cornisas, materiales. Un detalle no se puede olvidar: en la mayoría de las casas y fachadas de edificios, tanto de vivienda como comerciales, colgaba una bandera con los colores del arco iris y la inscripción ‘Pace’, que en español significa paz.

 

Dos horas más tarde Génova se anuncia gracias a su imponente y extenso puerto industrial. Tanto así, que el tren se ve obligado a ralentizar a manera de venia para no despertar las fábricas, las tuberías, los pasadizos, las grúas, los containers, las máquinas, las altas chimeneas y el rompecabezas de fierros por los que se escabulle la locomotora y sus vagones. Esta es la bienvenida oficial si a Génova vienes por la vía del tren. Pasado un rato, como un respiro al mundo industrial, se abre una ventana que sube hasta el cielo, y se empieza a ver el mar, la bahía y las viviendas de la ciudad.

 

Todos estamos medio cansados y nos bajamos del vagón con los morrales en un  hombro y la modorra en el otro. Sabemos que el hostal queda en la parte más alta de la ciudad, en la cima de las colinas. Primera reunión de grupo a la espera de las órdenes de nuestro guía filósofo, y ruso, en la entrada principal de la estación. Por la cara y la demora con que los últimos de la comitiva alcanzaron la cabeza del grupo, la decisión del guía no se hizo esperar: subiremos al hostal en autobús, contrariamente a lo que estaba previsto en el programa. ‘Que todos compren los tiquetes para el bus y para el funicular’, fueron las palabras que nunca pronunció nuestro guía, pero por la fila que se formaba detrás de la ventanilla en la estación de autobuses, supuse que de eso se trataba. La comunicación era mala. Por momentos, me creí jugando ‘teléfono roto’, cuando de boca a oreja llegaban distorsionadas las órdenes o intenciones de nuestro filólogo ruso, con mucho de francés. 

 

Y empezamos a caminar por la ciudad, sin saber cuán lejos estaría la parada del autobús número 40. los morrales emprendieron buena marcha, las maletas con rodachines trataron de seguir el paso y las tirantas de cuero empezaron a cojear. El grupo se estiró, y cuando el andén se estrechó a eso de un mísero metro de anchor, hubo más de cien metros entre la cabeza y la cola de los 17 turistas. La parada del número 40 quedaba en plena curva, y para cuando pasó el autobús, la mitad aún no había llegado, igual no hubieran podido subirse porque iba más lleno que un ‘Directo Caracas’

 

Nos subimos el guía, la argelina con su maleta azul en cuero, con el paraguas familiar de plástico transparente asomado en un extremo, las dos alemanas insípidas, el siciliano maniquebrado y yo. Los autobúses son amarillos con negro, y los hay de tres clases: los pequeños, los medianos o normales y los gusanos, como los del Transmilenio de nuestra capital.

 

Para sorpresa mía, la entrada es estrictamente por la puerta trasera, pero en medio de la confusión y el azoramiento, subí por la puerta delantera, después de ser bruscamente sacudido por quienes bajaban simultáneamente. Las alemanas, con sus enormes morrales como para tres meses de estadía, quedaron atrapadas entre las barras verticales contiguas a la puerta de salida, y en cada parada, tenían que salir del vehículo para dejar pasar a quienes se bajaban. Luego de serpentear la colina hacia arriba, cual camino de mula, llegamos por fin al hostal. Tras una corta escalinata, una pequeña plazoleta nos dio la mejor de las bienvenidas: la vista panorámica de la ciudad a nuestros pies y el horizonte del mar a la altura de nuestros ojos.

 

Nos dimos cuenta rápidamente que, a falta de zonas planas en la parte alta de la ciudad, los espacios públicos son tan escasos que cubiertas y terrazas de edificios hacen función de plazoletas y espacios de permanencia. Asimismo, la plazoleta de entrada al edificio del hostal, estaba invadida por chiquitines de todas las edades, vigilados por sus padres desde los bancos con maravillosa vista sobre la urbe y la mar, jugando a la pelota, con sus sopranos gemidos de alegría, montando en bicicleta, saltando la cuerda o jugando rayuela. Mientras llegaba el segundo lote del grupo, agarramos las sábanas en la recepción y tomamos posesión de nuestros cuartos, las mujeres en el segundo piso, los hombres en el tercero, según el reglamento del hostal.

 

Segunda reunión de grupo, todos afuera en la plazoleta para  oír las instrucciones de lo que quedaba del primer día de visita, ‘bajaremos a pie a la ciudad vieja para dar un primer vistazo y luego buscaremos un restaurante típico donde cenar’. Y empezamos a bajar por la calle por donde subió el autobús hasta la primera curva, donde emprendimos los callejones y pasadizos peatonales que nos llevarían directo al centro, cerca a la estación donde un par de horas antes habíamos desembarcado. De fuertes pendientes, estos callejones peatonales componen toda una red de circulaciones completamente distinta a la red convencional de las calles asfaltadas para los vehículos. De textura sumamente rugosa gracias a las piedras puestas de canto sobre el camino, un costado formando un sólo plano, la parte central como desagüe en ladrillo rojo, y el costado restante en continuos escalones espaciados. De cuando en cuando, ya que se baja casi en líneas rectas, el camino peatonal cruza la calzada zigzagueante, por donde sube y baja el vehículo amarillo con negro. De hecho, cuando el tráfico es denso, se llega más rápido caminando al centro, desde la parte alta de la colina por los callejones que sirven como atajos, que yendo en auto.

 

Llegamos a la parte baja de la ciudad y nos adentramos en el barrio antiguo, por callecitas estrechas y oscuras, saturadas de comercio de toda índole y de locales con cabinas telefónicas para llamadas de larga distancia. Estábamos en el corazón del barrio latino. Ecuatorianos, peruanos y colombianos, al exterior de los locales, conversando entre ellos y riendo a carcajadas. Algunos nos miraban como si fuésemos turistas, sin sospechar siquiera que un compatriota hacía parte de aquel grupo de 17 personas. Tras pasar por una tienda, recordé que era menester aprovisionarnos de jabón y penetré en un local dando el ‘buenas tardes’ en español, con buena voz. Después de que el tendero supo que era colombiano y decirme a su vez que era ecuatoriano, le pregunté que si tenía jabón, y me respondió: 

 

– ¿jabón de rosas? – exclamó con sonrisa de tomador de pelo.

– ¿donde roza el sieso con la yerba? – respondí para aguarle la mofa.

 

Los dos franceses que me acompañaban en ese momento no entendieron las risas que el juego de palabras había generado en el recinto, pero sí entendieron que un jabón de baño, en una tienda latinoamericana en Italia, especializada en tener todo salvo lo que uno realmente necesita, había resultado un mal negocio por tres euros.

 

Perdimos el rastro del grupo, pero no importaba mucho ya que la calle en cuestión se prolongaba hasta desembocar en la explanada principal del puerto, lo esencial era seguir derecho. En efecto, allí estaban todos, debajo de la pasarela, y en frente, el proyecto de Renzo Piano. La pasarela no es más que un puente elevado que bordea el litoral genovés y atraviesa el puerto de punta a punta pasando a gran altura; no es del todo una autopista porque los autos no circulan a gran velocidad, pero tampoco es una vía lenta porque no hay cruces ni paradas. La primera reacción frente a este elemento es un fuerte choque intelectual y vivencial. 

 

¿Qué hacer con ella? Varias opciones se discutieron, unos decían que era mejor demolerla y mandar los autos a ras de piso, otros decían que no, que lo mejor era demolerla y hacer una nueva vía invisible, es decir, enterrarla, un túnel, y los últimos sugerían que tampoco era para tanto, que lo más fácil era demolerla y desviar el eje vehicular por la parte alta de la ciudad, alejarla del punto más atractivo y turístico de la ciudad, el puerto antico, ¿pero acaso la autopista no pasa por arriba, dejándose ver únicamente cuando sobrevuela los barrios entre las faldas de las montañas, desapareciendo cuando penetra en ellas?

 

Lo que sí quedó bien claro de las opciones que se plantearon in situ era que todos querían demolerla, bien fuera para bajarla al nivel del peatón, restringiendo la velocidad, claro está, bien fuera para enterrarla. Hacer el túnel le costaría a la ciudad el dinero de muchos años de presupuesto, tal vez prioritario para otro tipo de proyectos, y bajar la calle al nivel del suelo crearía una ruptura espacial entre el mar y la explanada difícil de manejar. ¿Por qué no la dejamos entonces tal cual como está? ¿acaso a alguien le estorba? Era cierto, la pasarela es tan alta que los autos ni siquiera se escuchan al pasar. Enormes pilares sostienen el plano elevado, distanciados unos 20 metros entre sí, logrando la continuidad del espacio a nivel peatonal mediante el tratamiento del piso. Si se observa desde lejos, lo único que se alcanza a ver son los techos de los vehículos pasando rápidamente de un lado para otro.

 

La explanada del puerto tiene en su parte más ancha, desde las fachadas de los antiguos edificios hasta el agua unos 200 metros. La pasarela, si viéramos el conjunto en planta, pasa más cerca del agua que de los edificios, es decir, a unos 75 metros del borde. Cuando se llega a dicha explanada, saliendo de una de las calles que perpendicularmente desembocan en ella, se tiene una panorámica sobre el puerto que permite apreciar los diferentes proyectos; sobre un costado, un largo proyecto de vivienda de baja altura se lanza por encima del agua, sobre pilotes, generando canales, muelles y pequeñas ensenadas donde los botes vienen a amarrarse, y en su extremo una marina. 

 

En el centro de la bahía, un gran muelle en piedra y ladrillo, que otrora fuera un astillero, sirve de cimentación y base para una especie de canchas deportivas cubiertas por una impresionante estructura de carpas blancas y enormes tirantes en cables de acero. En el extremo, un bar privilegiado cual península, coloreaba la atmósfera inmediata con su música. Al lado, paralelamente, el acuario de la ciudad y en su extremo el gran barco atracado para siempre, donde supongo que habita un museo.

 

Pero, lo que realmente domina la bahía del puerto antico, es la escultura gigante de mástiles blancos, semejante a una corona de espinas apoteósicas, de donde pende la carpa en cuestión. El mástil más alto, que sube en diagonal hasta sobrepasar cuantitativamente los techos aledaños, está sujeto al suelo, gracias a un conjunto de cables, por donde sube una cápsula que va girando a medida que gana altura: un mirador bastante original. Para completar este proyecto renzopianista de mástiles, cables, carpas y estructuras metálicas, es preciso nombrar las ingeniosas veletas que acompañan los lucernarios de la explanada que se dirige hacia los astilleros rehabilitados, donde ahora museos, comercio y atracciones generan una tensión importante, pasando tangencialmente a las marinas que completan el poco espacio de agua restante. 

 

A decir verdad, muchos en el grupo comentaban que el puerto está saturado de proyectos, que hay tanto que ver que no se puede ver nada, ni siquiera los enormes cruceros que atracan a pocos metros de ahí, dentro del conjunto de la gran bahía del puerto, y que a las ocho de la madrugada hacen sonar sus sirenas despertando a la ciudad entera. Y que a Renzo Piano se le había ido la mano, decían, cuando otros alegaban que el proyecto de los mástiles y la carpa no era bonito. Se me olvidaba, junto a éste último, flota el galeón más grande que jamás haya visto en persona, algo que realmente te deja sin respiración cuando lo ves de cerca. Así pues, se puede observar el conjunto desde las fachadas que dan hacia el mar sin que el puente elevado o pasarela sea un obstáculo de mayor importancia. Al contrario, cuando se mira la ciudad desde el borde inmediato de la esplanada, las fachadas se ven cortadas en dos por el plano horizontal, la estructura se nos antoja un estorbo antiestético pero funcional, y es ahí cuando uno se dice que lo mejor sería desaparecerla definitivamente para poder apreciar en todo su esplendor el telón multicolor de las antiguas fachadas del puerto.

 

Otro de los hitos que domina indiscutiblemente la volumetría general de la ciudad es el edificio de Aldo Rossi, sobre el teatro Carlo Felice. Visto de cerca es maravilloso, y visto de lejos es sorprendente. Más que un edificio, es una escultura a nivel urbano, la expresión del buen gusto, la proporción, la pureza y la audacia. En él se resume la arquitectura de la ciudad, la anterior y la futura. Pese a que el edificio es muy criticado entre los genoveses, según dicen, es de una imponencia y una sobriedad que no puede dejar indiferente a nadie. De forma cúbica, se levanta por encima de los cúpulas de las iglesias, como irrumpiendo verticalmente de las entrañas de la arquitectura monumental existente, con su basamento color gris y sus rítmicos vanos cuadrados que se repiten en la parte superior con proporciones inferiores sobre un tono pastel, para rematar con la oscura y gigantesca cornisa, como si fuese la diadema que gobierna la urbe o la aureola celestial que vigila a sus ciudadanos.

 

Para llegar a éste, junto con los edificios que conforman la Piazza Ferrari, es preciso adentrarse por la ciudad antigua y recorrer sus calles sinuosas, que a medida que se alejan del mar van ganando altura. Entre ellas, una calle renombrada, la Vía Garibaldi, donde importantes edificios aún se conservan. Muchas de estas calles son tan estrechas que basta estirar los brazos hacia los lados para tocar las fachadas con las manos, y algunas, se tocan con los dos codos. Es sorprendente ver cómo los perfiles de los edificios se van inclinando a medida que suben los pisos, de manera que los aleros de las cubiertas se superponen frecuentemente, y la estrecha calle carece de luz cenital. 

 

Si se observa la ciudad vieja a vuelo de pájaro las calles no se ven ni se notan, a duras penas se adivinan por el dibujo de los tejados. Es un verdadero laberinto lleno de sorpresas, una miniplaza aquí, una capilla allí, con su frontispicio indiferente a la indiferencia, de pronto, el alzado del transepto de una iglesia, haciéndonos creer que se trata de su imafronte, entonces retrocedemos unos pasos hasta donde nos es posible para tratar de entender su verdadera dimensión y nos encontramos con un enorme tambor oculto, con su imponente cúpula encima, y seguimos contorneando el edificio después del quiebre de la calle y nos damos cuenta que la entrada principal de la iglesia está sellada, y bajo su tímpano colmado de relieves unas cadenas impiden tomar los escalones por bancos públicos, o quizá por camastros donde pernoctar.

 

Así es la ciudad, llena de sorpresas, en cada esquina, una puerta, una ventana, un detalle, infinitamente. Iglesias por doquier, algunas con su plaza respectiva, unas sobre el basamento de antiguos templos romanos, otras dentro del tejido urbano como cualquier otro edificio, sin importar su magnitud o su importancia, con ventanas de apartamentos a pocos metros frente a ella, algo que realmente impacta. Penetré en varias de ellas, aunque recuerdo dos en especial que vale la pena mencionar. La primera, de altas bóvedas de crucería y poderosos pilares de donde colgaba un televisor: nunca entendí para qué servía, lo único que recuerdo es que me causó mucha gracia en el momento, no sé por qué razón. La segunda me impresionó por su decoro interior, el barroco y el oro en su máximo esplendor, pero por encima de todo este maquillaje o la imponencia de sus altas naves y su cúpula interior, la ventana. Una ventana en el tambor orientada de tal manera que cuando se ingresa al recinto por la entrada principal, sobre el eje de la nave central, un potente rayo de sol te encandila el cuerpo y el alma, recordándote cuán pequeño eres y cuán poco suele brillar el oro de la ornamentación frente a un cabello de Dios.

 

Cada edificio y su fachada es un deleite. Las callejuelas, en su gran mayoría estrechas y sombrías, comunican las puertas, sobriamente talladas en madera. De vez en cuando se abre una de éstas y al fondo se divisa un jardín paradisíaco, en medio de un patio descomunal, con arcadas laterales, con fuentes centrales, con estatuas envejecidas, con flores coloridas y plantas bien tenidas. Muchas de las callejuelas rematan en estos patios. Los edificios importantes les abren sus puertas de par en par bajo el enorme arco, de manera que la callejuela pasa a través de un gran vestíbulo para rematar en un atrio monumental; como si la calle perteneciera al edificio, como si ésta hubiera nacido en él, como si el uno no pudiera existir sin el otro.

 

Desde la Piazza Ferrari, la Avenida XX de Septiembre se proyecta hacia el sur con una ligera pendiente en bajada para desembocar perpendicularmente, si mal no recuerdo, en el extremo de una de las avenidas proyectadas en la época fascista frente a la estación central de la ciudad. Una vía de innumerables particularidades y delicias, empezando por la arquitectura de los edificios que la conforman espacialmente, siendo cada fachada digna de un buen boceto. Debajo de éstos, grandes arcadas conforman una galería rectilínea que sigue sin mayor apuro las vitrinas de almacenes renombrados; nada mejor para proteger los peatones en épocas de lluvia o fuerte sol, tanto así, que cuando una calle cruza perpendicularmente este eje peatonal, la galería continúa, de manera que las fachadas de los edificios se conectan por una especie de puente que sirve de terraza superior. 

 

Me llamó mucho la atención los parasoles en acordeón incrustados entre las columnas de las arcadas, mirando hacia las vitrinas y protegiendo las sillas y mesas exteriores de algunos restaurantes y bares, y los baños, al interior de éstos. Cabe decir que los lavamanos italianos son sumamente prácticos e higiénicos, pues en vez de tener manijas para activar el grifo, tienen pedales.

 

Génova, la ciudad de los niveles. Calles que se convierten en puentes, puentes que son esculturas semejantes a los arcos de triunfo, a saber el imponente paso elevado de la Avenida XX de septiembre el cual nunca supe cómo se llamaba, con su iglesia aledaña elevada, a medio camino entre la vía alta y el nivel del peatón, escaleras de todas las formas y ornamentadas, con sus jardines inclinados, ascensores públicos que suben de una calle a otra, amplios andenes colgados de las faldas de las colinas se convierten en inmensos balcones urbanos, funiculares con estaciones intermedias y túneles iluminados de fuertes pendientes. 

 

La ciudad se lee tanto horizontal como verticalmente con suma facilidad ya que la densidad está muy bien manejada. La arquitectura delata el paso del tiempo de manera irrevocable, algunas  de las fachadas de antiguos edificios se leen como un mosaico, donde se pueden distinguir cuatro o cinco capas distintas, pertenecientes a épocas diferentes: arcos ojivales incompletos en medio de una fachada lisa, un pedazo de un capitel debajo de una ventana, un trozo de muro en granito y el resto en ladrillo, la superposición de edificios es un arte. 

 

Y para los románticos, el mejor ejemplo para ilustrar lo anterior y para terminar: la facultad de arquitectura queda sobre una pequeña colina, con el mar en frente y la ciudad a sus espaldas, dentro de una fortificación de la edad media.

Marsella, abril 2003