Un olor misterioso

Era el lugar menos indicado para que pudiera oler a mierda. Miraba hacia todas partes tratando de descifrar la procedencia de aquella pestilencia pero no había indicios aparentes. Trataba de encontrar alguna seña en el rostro de quienes se encontraban a su lado pero nadie parecía percatarse del aroma en el ambiente. Era un olor fétido. Tan intenso que no se explicaba cómo la gente podía estar tan tranquila, discutiendo, durmiendo o hasta comiendo, todos sentados en hileras.

Era un olor sutil, de una muy elevada categoría. No era de esos que provocan instantáneamente una mueca o el gesto de llevarse la mano a la nariz. No era un olor burdo, pesado. Era más bien un hilo que se filtraba por las fosas nasales, evadiendo cualquier obstáculo, y penetraba hasta el cerebro provocando el desconcierto de los sentidos. Tan sutil que era muy difícil reconocerlo y, mas aún en aquel recinto, muy difícil de ubicarlo.

Hay tres clases de malos olores. Los que pertenecen a un lugar, arraigados al ambiente, como el de los fumadores en sus apartamentos. Los que son espontáneos, que se generan de un momento a otro y que al cabo de un corto tiempo se disuelven en el aire, generalmente provienen del sieso propio o del ajeno. Estos tipos de olores son los burdos, los que dan asco acariciar con el vello nasal. Sentir un aroma de estos es como meter la lengua en materias no deseadas y por lo tanto se puede llegar al sentimiento de humillación. Por último están los olores sutiles, los que despistan. Estos son los que desconfiguran la memoria por tratar de encontrar su origen o simplemente su nombre. No siempre son desagradables, generalmente, son los olores sutiles los que suelen enamorar. Son como la droga, crean dependencia hacia otra persona aunque conscientemente no sea evidente la razón.

Un olor a mierda puede estar en cualquier parte, en las ciudades, en las playas, en el mar o en los ríos tercermundistas, en las calles o entre las casas y edificios, flotando sobre una naturaleza artificial. Difícilmente un olor desagradable perdura donde la naturaleza es virgen. Olores desagradables de excrementos de mascotas, de basuras y vertederos, de alcantarillas y aguas empozadas, de productos químicos o de seres humanos. Estos si que son especiales, la caca de cristiano. La evolución natural de las especies conlleva necesariamente la complejidad de sus malos olores. Por eso los seres humanos conocen la más amplia gama. El olor del cabello, del pelo púbico, de la piel, de la cera de las orejas, de las lagañas, de las lágrimas, del sudor, de los mocos, de la saliva, del aliento, de la comida entre los dientes, del estornudo, del eructo, de las axilas, de las uñas, de los órganos genitales, del nies, del sieso y por último, de los pies. En locombia algunos de estos olores tienen su nombre propio, por ejemplo; cuando una persona no se lava periódicamente el cabello, el olor proveniente toma forma, tildando a la persona de “grasosa”. Es un olor grasoso. Demasiada cera en los oídos genera sordera, un olor sordo. Cuando se le tiene un poco más de confianza a la víctima se suele decir: “regáleme un poquito de cera para lustrar mis zapatos”. Al mal olor de las axilas se le conoce por “chucha” o “zorra”, según la región. Cuando se está en una reunión es preferible decir, por educación, “golpe de ala”, y si se trata de uno mismo se dice: “me está sudando la niña”, osea la axila. El mal olor de la boca suele llamársele “aliento de carcajada de gorila”. El de los genitales se le llama “almizcle” y el que proviene de las cataratas del sieso se le dice “pedo”. El del nies está por definirse todavía, pero dada su ubicación corporal no es muy difícil hacerse una idea. Por último el de los pies se llama “pecueca”.

A más de diez mil metros de altura entre un avión 737 de American Airlines en un trayecto entre California y las islas paradisíacas del Pacífico, las probabilidades de que huela mal son realmente muy escasas. La primera razón es porque la presurización de la nave y la ventilación son tan potentes que los olores de la segunda categoría pasan desapercibidos, tanto así que hasta el propio autor queda desconcertado por no poder disfrutar de su propio pedo. La segunda es porque cuando uno se dirige hacia el paraíso, junto a trescientas personas con el mismo plan, la emoción, la exitación y la ansiedad nublan por completo cualquier intento de incomodidad, bien sea físico o moral. El olor en cuestión era una combinación de las dos al mismo tiempo, es decir, una incomodidad fisico-moral.

El grupo de pasajeros de la cabina estaba compuesto básicamente por personas de la tercera edad ya que las islas tienen fama de ser un lugar adecuado para el reposo, y no era de extrañarse que uno de esos viejitos estuviera bien “malito de la barriguita”. Se preguntaba entonces de dónde podría provenir el aroma si Silvana no era quien hacía de sus gracias. Silvana era una muchacha tan colombiana como él que había emprendido el viaje en busca de una nueva aventura, amorosa, puesto que iba en busca de su amante. Era una mujer muy linda sin ser del todo una reina de belleza, muy atractiva y cuando se lo proponía, muy llamativa. Pertenecía a la burguesía de la capital, de padres divorciados y adinerados. Su madre no trabajaba, vivía de la renta y era crítica y coleccionista de arte. Además, era dueña de una revista dedicada a la moda y al glamour del jet-set criollo. Vivía a las afueras de la ciudad en una gran casa campestre con su otra hija, la hermana de Silvana, quien no había sido nunca tan rebelde y se había dedicado al arte de la joyería asi como a acompañar a su madre a todos lados. Silvana, por el contrario, había estudiado Bellas Artes en Bogotá y se había ido a vivir a la heróica ciudad de Cartagena de Indias. Vivía en un apartamento lujoso en una de las grandes torres que se emplazaban a orillas de la península de Bocagrande. Se la pasaba pintando, disfrutando de las playas y de las reuniones de la alta sociedad de la pequeña ciudad. Era una niña consentida, no trabajaba, sus padres la mantenían y ella se daba el lujo de levantarse tarde por las mañanas sin tener que preocuparse por producir la plata para comprar el pan del día siguiente. Vivía a su antojo. Había dispuesto en su salón-comedor un espacio para su taller de pintura, un caballete recostado sobre la pared contigua al ventanal que daba al mar, unas repisas para las pinturas, trapos y pinceles, y la mesa de la sala le servía como mesa auxiliar de vez en cuando. Era un apartaestudio de una habitación con una pequeña cocina integral y un salón comedor de buenas proporciones, ubicado en el tercer piso de la veintena de la torre. La visual del salón se proyectaba hacia la gran línea horizontal, la más famosa del mundo, y una pequeña ventana daba justo encima de la zona de la piscina, ubicada en la terraza del segundo piso en la articulación de las dos torres. Además de ser dueña de su aparta-estudio, poseía un Jeep Willis descapotable con el que se desplazaba por entre la ciudad amurallada y por la zona turística a la caza de un marrano.

Esas fueron las condiciones en que  la había conocido unos meses antes, al principio del año 1996. No era bien visto que una mujer bien educada como Silvana dejara escapar una de sus flatulencias en público, y mucho menos entre un avión. Aunque estuvieran cumpliendo un sueño juntos con propósitos algo diferentes dirigiéndose hacia una de las islas más afamadas como paraíso terrenal, no se tenían la suficiente confianza como para aguantarse los olores inculpados. Entre tanto las azafatas, con veloz desfilar, recorrían los estrechos corredores de un extremo al otro preparando la hora del almuerzo. Era el tercer y último avión que tomaban para alcanzar su destino final, el punto más alejado en medio del Pacífico desde cualquier parte en tierra firme. Ninguno de los vuelos anteriores tenía una tripulación tan alegremente vestida. Tanto hombres como mujeres llevaban camisas con grandes flores de colores cálidos, intensamente llamativas. Los hombres de pantalones cortos y las mujeres de amplias faldas hasta los tobillos. Todos llevaban colgados del cuello el simbólico y representativo collar de flores hawaiiano. Parecían ser un grupo más de turistas y no la tripulación de la aeronave. Ermenegildo estaba en el asiento del pasillo y Silvana, también en la hilera central de la cabina, estaba sentada a su derecha con tres asientos vacíos de por medio. El olor lo despistaba cada vez más. Se decía que una de las pocas explicaciones radicaba en que algún pasajero se hubiera subido al avión con pedazos de excremento animal entre la suela de sus zapatos. Una vez hubo comprobado que la teoría no se le aplicaba exclamó en voz baja:

−O está muy resfriado el que lleva el olor en sus pies o sus vecinos están muy mal del olfato! ¿Cómo es posible que yo sea el único en percibir tan desagradable olor? ¿Seré yo el del problema?– Pensaba en voz alta Ermenegildo.

Una rápida y disimulada olfateada a sus axilas y una exhaustiva revisión de la suela de sus tenis lo sacaron de la duda. Por último llegó a pensar que su aliento sería la causa y sacó su botella de agua instantáneamente.

−No estoy tan segura de querer estar con Desiderio − decía Silvana con desaliento.

−¿Cómo así? ¿No se supone que este viaje es precisamente para eso?

Silvana era una mujer tan apasionada como desubicada, de las que se deja llevar rápidamente por las emociones sin pensar en el futuro.

−Está como medio loca − decía Ermenegildo para sus adentros.

El hecho de haber emprendido el viaje tras haberles mentido a sus padres la catalogaba como una mujer “un poco loca”. Su padre era piloto de vuelos internacionales de la más grande empresa de aviación  colombiana. Le había patrocinado el viaje puesto que se trataba de que aprendiera algo de inglés mientras tomaba un curso de buceo, al tiempo que se tomaba un semestre de vacaciones en las islas más alejadas de la familia. La verdad es que no le costó mayor cosa el pasaje puesto que tenía amistades bien posicionadas y favores sin cobrar. Nunca imaginaron que su primogénita se iba por motivos hormonales al paraíso tras los pasos de su nuevo amante argentino.

−Carlos me propuso matrimonio hace un par de días.

−¿Cuál Carlos? −preguntó Ermenegildo.

−Durante estos cuatro meses, he estado saliendo con Carlos. Cada vez que viajo a Bogotá o él va a Cartagena estamos juntos. Nos conocimos en un coctel durante la exposición de una amiga mía en Bogotá. Es un man de 30 años, administrador de empresas, trabaja en el Banco Sander como gerente regional de la zona andina.

−¿Carlos qué?

−Carlos Valenzuela, su familia es accionista de la aseguradora “Bermudez y Valenzuela”, nació en Bogotá pero sus padres y toda su familia es española −aseguró Silvana.

−¿Los del Banco Sander no son españoles también?

−Siiii, claaaro!! −respondió Silvana con un aire de ansiedad por seguir contando más acerca del susodicho que de su familia y su posición social.

−¡Ah! Ya entiendo −replicó Ermenegildo con la expresión en su rostro de conocer la razón primordial por la que Silvana estaría tan interesada en él.

−Nos presentó Ana María, mi amiga, y resulta que eran compañeros de colegio, para sorpresa mía. Desde ese momento empezamos a hablar y no nos hizo falta tema de conversación por mucho rato, yo había sido durante algunos años la mejor amiga de Ana María y teníamos eso en común. El man ahora está tan entusiasmado conmigo que prácticamente cada dos semanas me va a visitar a Cartagena. La vaina se está complicando porque Carlos sabe muy bien que tengo a Desiderio entre ceja y ceja y que este viaje lo hago en parte por él. Desde un principio sabía a qué atenerse pero eso nunca lo frenó en su decidida carrera por conquistarme. Durante estos meses he estado sola, con el consuelo de poder volver a ver a Desiderio algún día y Carlos ha sabido sacarle partido a eso. Ha sido mi única compañía desde entonces y ha logrado ponerme en la duda. La relación se me fue escapando de las manos y ha venido cogiendo cada vez más fuerza, el hecho es que ahora me siento confundida.

−¿Ahora? −exclamó Ermenegildo sin poder contenerse−. ¿Y esto lo sabe Desiderio?

−No. Hasta ahora vos sos el único que lo sabe porque conocés a las dos personas. Si bien no conocés a Carlos en persona, sabés que representa algo en mi vida hoy. Mis padres por el contrario sólo conocen a Carlos.

Una de las azafatas era notoriamente más vieja que las demás, estaba vestida alegremente al igual que el resto de la tripulación pero sus canas la diferenciaban. Sus cabellos se acercaban más al color gris que sus propios dientes. Sin embargo, parecía ser una de las más sonrientes y servicial con los pasajeros, casi se podía decir que disfrutaba de su trabajo por la espontaneidad que manejaba en su cuerpo y en su actuar. Se movía sin parar de un extremo a otro por entre los pasillos a toda carrera. Después de que pasaba, el olor salía a flote.

−Señor, me temo informarles que no será posible suministrarles el plato que pidieron -decía una azafata en el corredor opuesto de Ermenegildo.

−¿What? No english! No english! –replicaba sofocado el viejito sin perder el interés por la conversación con la responsable de su alimentación.

La víctima era una de las azafatas más jóvenes de la tripulación, de unos treinta años recién cumplidos, y tenía la penosa labor de informar a la pareja de viejitos que no podrían servirles el plato que  habían solicitado. No se trataba de un servicio de platos a la carta porque viajaban en segunda clase. La hora del almuerzo se acercaba pero todavía no se veían los carritos por el corredor. Ermenegildo había deparado anteriormente de la belleza de aquella azafata y le intrigaba lo que pudiera estar pasando unos asientos más adelante. Sólo podía verla desde su puesto de los hombros para arriba, de los armoniosos hombros hasta la aureola, confirmando su belleza interior por los pacientes gestos y explicaciones que les daba. De cabello corto, ligeramente bajo las orejas, negro oscuro como sus cejas y sus pestañas. Sus ojos eran del color de sus carnosos labios, marrón oscuro. Estaba parada en el corredor obstruyendo a los pasajeros que de vez en cuando pasaban en dirección de los baños, ligeramente inclinada hacia adelante apoyando sus brazos sobre el espaldar que precedía a la pareja. Los miraba fijamente a los ojos con una expresión angelical en su rostro, con una sutil sonrisa entre sus carnosos labios.

−No meat! No meat! −argüía el señor en una especie de inglés.

Ermenegildo sólo podía ver los gestos que practicaba la joven azafata con su monólogo, haciendo esfuerzos de vocalización, articulación y pronunciación para que pudieran captarle el mensaje en inglés.

−Oh! No entiendo nada de lo que me está diciendo señorita! –alegaba el viejito en un perfecto francés al tiempo que se dirigía a su esposa: −pero corazón, ¿qué podemos hacer si la señorita no me entiende nada ni yo a ella?

−Explícale que nosotros reservamos los platos vegetarianos desde hace dos meses!

−Pero amor, ¿qué quieres que haga ah? ¿No ves que ella no habla nada de francés?

Trataba de subir cada vez más su tono para dar a su escándalo la debida importancia y para que la joven lo tomara en serio. Como buen francés que cualquier inconformismo o cualquier malentendido lo convierte en un escándalo a punta de gritos y quejumbres, el señor quería resaltar su inteligencia del común de la gente exagerando la situación, bochornosa para la empleada. Se estaba saliendo de sus casillas al ver que por más inteligente que se creyera, nada podía hacer contra la barrera del idioma y que la avalancha del hambre pronto los arrollaría. Miraba para todas partes, sentado en su silla con el cinturón de seguridad bien apretado, buscando ayuda en los rostros que lo circundaban. Al sentir la desesperación del señor, la joven empleada optó por hacerle señas indicando que pronto regresaría. Silvana hablaba francés porque había estudiado hasta la mitad de su secundaria en el Liceo Francés de Bogotá, pero estaba tan perturbada por sus pensamientos matrimoniales que no se había dado cuenta de lo sucedido justo unas sillas más adelante. Ermenegildo, quien se había graduado en el Liceo Francés de Cali y disfrutaba de la nacionalidad francesa por su padre, se cambió de puesto para poder comprobar si de verdad la situación de los viejitos requería su intervención para el almuerzo. Se sentó justo enseguida de Silvana, a su izquierda, dejando atrás las tres sillas que los separaban.

−Me siento como en un sueño, como en una de esas pesadillas en donde uno se monta al avión y ya no puede devolverse –le comentaba en voz baja a Ermenegildo al ver que se había interesado en su problema acercándose para oírla mejor−. La verdad es que me siento atrapada en mi propia realidad, atrapada en mi indecisión y en mi inestabilidad emocional. No sé qué hacer, siento que voy a bajarme de este avión y voy a decepcionar a un hombre que pacientemente ha esperado este momento, siento también que la decepcionada voy a ser yo y no quiero hacerle daño!

−Espera– respondió Ermenegildo como si durante los últimos cinco minutos no le hubiera prestado la menor atención. Se puso de pie y con precaución pasó por encima de las piernas de Silvana para alcanzar el pasillo derecho −Ya regreso– terminó diciéndole al tiempo que guiñaba un ojo.

Cuatro pasos más adelante, sobre los dos asientos ubicados hacia las ventanillas del ala derecha de la nave, estaba la pareja de viejitos con la cabeza apoyada en el respaldo de la silla y en completo silencio. Ermenegildo se acercó sin timidez a esa atmósfera de desaliento y se sentó en el descansabrazos de la silla desocupada justo al lado del señor.

−¿Ustedes son franceses no es cierto? –preguntó en un francés sin acento.

−Si! –respondieron ambos con una sonrisa de oreja a oreja y mirándose de la emoción. –No hemos entendido lo que pasa pero al parecer hay un problema con nuestro almuerzo, la azafata no demora en regresar –explicó la señora.

−¿Cuál es el problema?

−Somos vegetarianos, cien por ciento vegetarianos. No comemos ni pescado ni pollo desde hace más de diez años. Hace dos meses separamos los almuerzos para este trayecto, dos meses! Inclusive nos dieron varias opciones.

Entre tanto, Ermenegildo volteó su cabeza hacia donde estaba Silvana por si se asomaba a verlo. Estaba inclinada hacia su derecha con el cuerpo apoyado sobre su codo. Su rostro había cambiado de expresión y ahora tenía letreros en su frente que reclamaban una explicación. Ermenegildo le hizo el gesto de esperar con su mano al tiempo que le guiñaba el otro ojo. La joven azafata venía en su dirección pero el cuerpo de Silvana le impedía seguir. Cuando pasó por ella, su falda y sus caderas interrumpieron el contacto visual que practicaba con su compatriota.

−Hubo un malentendido con el despacho de comida en el aeropuerto. Lamento informarles que definitivamente no les podemos ofrecer el almuerzo vegetariano previsto −dijo la joven dirigiéndose hacia la pareja sin notar que Ermenegildo ya hacía parte del problema.

−¿Qué dijo? –preguntó el señor.

−Dijo que hubo un malentendido en los pedidos de los almuerzos.

−No me importa, ese no es nuestro problema! Es el problema de ellos –contestó rápida e intransigentemente el viejo −ellos verán cómo se las arreglan para darnos nuestros platos!

−Les podemos ofrecer pollo o pescado acompañado con verduras y arroz –añadió la responsable.

−Dos meses! Dos meses! −exclamaba enérgicamente la señora en francés  moviendo su mano con dos dedos estirados.

−Dice que les puede ofrecer pollo o pescado con verduras.

−No, no y no! –replicaba el viejo desesperadamente−. No comemos carnes rojas ni carnes blancas en absoluto, nuestro organismo no las asimila! Explícale eso a la muchacha por favor.

Ermenegildo se había convertido en el protagonista de la discusión al tiempo que intentaba servir como traductor. La azafata hablaba de sus motivos mientras la pareja hacía lo mismo. Tenía la voluntad de ayudarlos y la azafata estaba dispuesta a solucionar el error. Haciendo un gesto para que se calmaran, se dirigió en inglés a la muchacha:

−Mire … sólo pretendo ayudar un poco aquí. Entiendo muy bien que el error no es suyo y que no se soluciona nada buscando el culpable en este momento. Ellos dicen que no entienden el error porque reservaron los platos vegetarianos desde hace más de dos meses en la agencia de viajes. El problema es que no comen radicalmente ningún tipo de carnes blancas tampoco.

−Que nos den los platos de otros pasajeros, nosotros pertenecemos a la tercera edad y tenemos derechos, además de haberlos reservado antes que cualquiera –renegaba el viejito haciendo gestos con sus manos –que nos den platos de la cocina de primera clase o ¿qué sé yo? Que se inventen algo porque nos vamos a quejar a penas pisemos tierra!

−Creo que eso si lo entendí –le dijo la azafata a Ermenegildo con una mueca de complicidad– No es posible darles platos de primera, además revisé la lista de nuestra cocina y no hay platos vegetarianos en existencia. Ustedes son los únicos vegetarianos en esta clase y lastimosamente su pedido no llegó a este avión –dirigiéndose a la pareja terminó diciendo –lo único que me queda por ofrecerles es lo que ya les mencioné, con más pan o más frutas si así lo prefieren.

−Dile que nos traiga el plato con pescado, que nos comeremos aunque sea las verduras y las galletas –dijo el viejo resignado.

La azafata dio media vuelta y se retiró con la nueva orden y con una sonrisa irónica que la aliviaba del acalorado incidente.

−¡Es increíble la desorganización de estos americanos! –alegaba en un tono melodramático el señor−. Confirmamos más de tres veces la reserva de los platos y siempre nos dijeron que todo estaba en orden. Ahí están pintados los gringos! Claro, como ellos no comen sino Mc Donald’s y Burger King les importa un comino los demás…

−¿Y cómo te enteraste de nosotros? –preguntó la señora quien se había mostrado más serena durante el episodio.

−Estoy sentado justo tres hileras atrás y los oí hablando en francés, por eso me acerqué.

−Muchas gracias señor ….?

−Buelvas, Ermenegildo Buelvas.

Era un olor diferente. Por más que una persona oliera mal Ermenegildo no quería imaginar que esa clase de olor pudiera provenir del organismo de un ser humano. Era un olor que no encajaba con lo que frecuentemente se relacionan los olores humanos. El olor de la cera por ejemplo, el del sudor de las axilas, el del cabello sucio, el del mal aliento, el de los pies, el de los gases intestinales exteriorizados por cualquiera de los dos orificios, el de la comida que se fermenta entre los dientes, el de las heces o inclusive el de los genitales. No se trataba de ninguno de estos y era tal vez más fuerte que todos juntos y revueltos. Era una especia de mortecina empacada al vacío y recién expuesta al ambiente.

Silvana y Ermenegildo conocieron a Desiderio en la misma época, durante los primeros días del año 95 cuando se celebraban las regatas de tabla a vela en la heróica ciudad de Cartagena de Indias. Participantes de todo el país se daban cita en las playas para competir en las pruebas más exigentes del año. Entre estos, había un argentino que venía invitado desde Mauï, Hawaï, por  Camilo, el mejor deportista por ese entonces. Ese era Desiderio. Un tipo de poca estatura, rubio de ojos azules con grandes brazos y pectorales, pero a pesar de ser argentino tenía piernas de pollo. Se organizó una pequeña fiesta de inauguración la noche anterior al primer día de competencias en un bar sobre la playa. Después del coctel de bienvenida en el hotel, se reunieron la mayoría de los participantes y allegados en la cabaña-bar. Quedaba enseguida de la guardería de los equipos deportivos. Era el club de los navegantes, una choza en madera con butacos y planchones adaptados como mesas, también en madera. Una cabaña de dos niveles, con una terraza en el primero y un amplio balcón en el segundo, sencilla y acogedora. Todo respiraba el ambiente tropical la noche en que se conocieron. Pasadas las competencias, se encontraron otra vez los tres juntos en la fiesta de despedida que celebraba un amigo en su finca a las afueras de la ciudad. Fue una fiesta a todo dar, todos amanecieron en la casa, la mayoría en las asoleadoras alrededor de la piscina, otros en las hamacas y los más privilegiados, como Silvana y Desiderio, en una de las habitaciones de la casa. Así fue como empezó todo entre ellos. Un amor de verano puesto que a la semana siguiente el argentino debía partir. La noche anterior de Ermenegildo emprender el viaje de regreso a su ciudad, se paseó en su bicicleta por entre las ruinas de la muralla y, unas cuadras antes de llegar a la casa donde lo hospedaban, se encontró con Silvana en la calle. A duras penas se conocían pero el hecho de encontrarse casualmente en la calle los obligaba a saludarse, pues después de todo, habían compartido algún tiempo con amigos en común.

−Silvana! –gritó Ermenegildo desde el otro lado de la avenida.

−Hola! –respondió indicando que se acercara –ya te hacía lejos de aquí!

−Si, mañana en la madrugada nos vamos.

Esa noche Silvana estaba como Dios manda. Había salido de su apartamento a comprar el pan y la leche al supermercado de enseguida y estaba con un “strapless” ajustado al cuerpo, de tiras en los hombros y mostrando el color de su ombligo, con un short playero y en sandalias. Estaba de la manera más sencilla y descomplicada posible, con los crespos en desorden y un rostro sonriente. Su piel dorada se mimetizaba con el color de su cabello. Al natural, sin maquillaje, casi en pijama y sensualmente atractiva. Ermenegildo envidiaba la dicha que había tenido el argentino.

−¿Nos vamos pa’ Hawaïo qué? –preguntó Ermenegildo.

−Vamos!

Conforme pasaban los primeros meses del año entablaron una amistad por teléfono y hablaban de todo un poco, de la vida de cada uno y de sus amores. Sabía bien que Desiderio le había movido el tapete porque se lo había dicho, pero nunca se imaginó que hasta el punto de atravesar el Pacífico por él. Ermenegildo había venido maquinando todos los detalles para llevar a cabo su viaje. Desiderio lo había convencido de que se fuera  por unos meses a navegar allá donde se entrenaban los profesionales y estaban las olas más grandes del mundo. Había tomado la idea muy en serio y se dijo que si lograba vender lo que tenía, se compraría el tiquete. Faltaba poco menos de un mes para que se cumpliera la fecha y Ermenegildo todavía dudaba en la seriedad de Silvana cuando le decía que partiría con él.

−Silvana, hablando en serio, ¿de verdad pensás irte conmigo?

−Claro que es verdad! ¿No me creés cierto?

−Me cuesta mucho trabajo creerte, ¿cómo has hecho con tus papás?

−Lo de mis cuchos está arreglado, no te preocupes por eso, así que decíme la fecha de tu pasaje y nos encontramos en la capital para irnos.

Dicho y hecho. Un mes después se encontraron por cuarta vez en el aeropuerto internacional El Dorado a las seis de la mañana. Ermenegildo había comprobado que el olor estaba fuertemente relacionado con la azafata, pues cada vez que pasaba, se destapaba la alcantarilla. Seguía sin comprender cómo podía provenir de una azafata prestando servicio a más de trescientos pasajeros. Desconcertado, lo único que podía hacer era pedirle el favor a Silvana de comprobar su teoría.

−Pili … acércate un poco y decíme si sentís algo cuando esa azafata pasa por este corredor.

−Uy si! Huele horrible! –exclamó.

−Desde hace un buen rato he venido analizando si realmente es ella quien propaga el olor pero no había podido comprobarlo porque se me hacía imposible que su cuerpo expidiera tal fragancia– Explicaba Ermenegildo.

Silvana no le prestó mayor atención porque, además, el olor no le afectaba desde su silla. Se acomodó nuevamente mirando fijamente el espaldar que tenía en frente y se dejó transportar por sus pensamientos nostálgicos, no podía ocultar en su rostro la angustia que sufría su corazón.

−Tengo miedo de que no funcione con Desiderio, tengo miedo de no cumplir con sus espectativas ni con las mías. Han pasado algunos meses y la verdad es que esto fue algo muy pasajero, muy rosa. Por más que hablamos por teléfono varias veces y nos prometimos amor eterno, siento como una espina que me talla el corazón. Realmente no estoy tan segura de querer verlo otra vez. No quiero sentirme obligada a estar y a acostarme con él por el simple hecho de que haya hecho este viaje … lo que quiero decir es que no quiero sentirme incómoda, estar con él y pensar en Carlos, y me aterroriza pensar que me toque fingir!

Era claro que estaba poseída por la ansiedad. Se encontraba en un estado de total perturbación. Se había montado al avión y ya nada podía hacer porque en el aeropuerto los esperaba precisamente Desiderio con su auto de cuatrocientos dólares.

−Pili … un momento! No te preocupes por lo que pueda pasar. Tenés bien claro que Desiderio te gusta y que pasaste momentos muy agradables con él allá en Cartagena. No lo conocés lo suficiente como para anticipar las cosas, tenés que darle una oportunidad! Además tenés que darte una oportunidad vos también! No es porque Carlos, en estado de desesperación ante tu viaje, te haya pedido matricidio que te vas a lanzar a sus pies inmediatamente! Carlos estaba dando patadas de ahogado en el océano que en este momento atravesamos y lo mejor que se le ocurrió fue proponerte casamiento!

−Tenés razón –respondió pensativamente.

−Además lo del matrimonio es una cuestión muy seria, una decisión muy delicada y comprometedora. No conocés a Carlos lo suficiente, no conocés a Desiderio lo suficiente tampoco, entonces no desperdicies la oportunidad de compartir estos meses con él y darte cuenta que de pronto es quien te conviene y no tanto Carlos. Por lo menos podrás salir de la duda y no quedarte con ella para siempre. Así que fresca! Dejáte llevar por la corriente y ponéle todas tus energías a este encuentro y a este viaje.

Un fuerte olor a comida merodeaba por encima de las cabezas de los pasajeros. Ermenegildo había visto que el carrito de las comidas se acercaba lentamente hacia su puesto. Dándole la espalda y caminando hacia atrás era precisamente la azafata sospechosa quien se encargaría de ofrecerle la bebida. Cuando hubo alcanzado su puesto, se inclinó levemente para recitarle la pregunta acostumbrada:

−¿Le provoca jugo de manzana, de naranja o coca-cola señor?

El pestilente olor lo noqueó. No podía respirar y por un instante se le fueron las luces. Era como si hubieran vaciado una cloaca romana sobre su mesa individual. No podía pensar en la respuesta, no podía pensar en nada. Silvana lo miraba con ojos extraños al borde de un ataque de risa. Se le cruzaron los cables y no podía asimilar que la hediondez transpiraba de la piel de la señora. Contuvo la respiración hasta el límite para finalmente mover la cabeza de arriba abajo.

−¿Coca-cola? –preguntó la empleada.

−Si– respondió moviendo cabeza.

Una vez alejado el carrito de extraños olores agradables y desagradables, su puso a comer.