
Kahuluï de noche, vista desde el aire a través de la ventanilla de un avión aproximándose a la pista para aterrizar, se ve como cualquier otra ciudad, un conglomerado de luces color naranja, un puñado de focos color blanco, y pequeños cocullos moviéndose como hormiguitas por las avenidas. Habían llegado a la capital de Mauï, una de las tantas islas paradisíacas del archipiélago de Hawaii en el vuelo de las nueve de la noche procedente de Los Angeles, como si hubiesen llegado a cualquier ciudad, común y corriente.
La idea de llegar en hydroavión y ser recibido por un efusivo enano llamado Tatú, las bailarinas con faldas de flecos en paja recibiendo los turistas con un collar de flores, o el bigotudo conduciendo su Ferrari rojo bajo las palmeras no eran más que la ilusión que el mundo entero se había hecho de Hawaii gracias a la televisión. Durante las cinco largas horas que había durado el vuelo, lo único que les recordaba a los pasajeros su destino eran los floreados motivos de los uniformes de las azafatas. Detrás de las ventanillas, la boca del lobo, negra, inmensamente negra, tan negra que ni siquiera podía distinguirse la línea del horizonte separando el mar del cielo.
La frustración generalizada de no poder disfrutar aquella vista aérea mientras duraba el descenso de la nave se agravó cuando abrieron la puerta y una fría corriente de aire acondicionado les dio la bienvenida, cuando lo mínimo que todos esperaron era ser despeinados por una cálida brisa tropical tan pronto pusieran un pie fuera de la cabina presurizada.
María del Pilar Tabogo y Güendolino Pucio salieron aturdidos como todo el mundo, con sus pertenencias a medio colgar de los hombros, siguiendo los pocos pasajeros que no se habían bajado en la escala que hicieron en Honolulu y que caminaban en fila india por la pasarela de vidrio en busca de los tapetes eléctricos del equipaje.
Llegó la hora esperada, dijo ella mientras caminaban por distintas salas de pálida alfombra verde, y con rostro de temor y ansiedad le dedicó una mirada con la que quiso decirle que ya no había vuelta atrás, y que tal vez prefiriría no estar realmente allí en ese momento, y por un instante pensó que lo mejor era que no los recibiera nadie, para que la llegada no fuera tan brusca, que no hubieran sorpresas desagradables, que tenía mal aliento después de estar tanto tiempo con la boca cerrada, que estaba más despelucada que una gallina matada a escobazos, quizá con una que otra lagaña traicionera, y se sentía fea, ya no sabía si realmente quería verlo, o por lo menos no esa noche, que lo más seguro es que me pida sexo más tarde y no estoy para esas cosas ahora después de semejante viaje, que estoy muerta de cansancio, y sin terminar de pensarlo, alzó la mirada y lo vió, esperándola al final de las escaleras mecánicas, y fue tanto el pánico que quiso hacerse invisible y seguir derecho, como si nada, pero no le funcionó.
Abajo la esperaba él, Agustín Termita, el famoso argentino que habían conocido pocos meses antes en la calurosa Cartagena, con una sonrisa nerviosa de blancos dientes resplandecientes que resaltaban con su oscura y tostada piel de náufrago, con un collar de flores exóticas multicolores colgado del cuello y con cara de no te imaginas cuánta cosa te voy a hacer esta noche cosita rica, que si viniste hasta estas lejanías es porque te gustó mucho lo que te hice en la heróica, cuando tenía esta mismas bermudas floripepiadas que tengo puestas ahora, que combinan tan lindo con esta camisa de matador de pecho abierto para mostrar los pectorales que cultivo rutinariamente en el gimnasio. Era lo mínimo que podía esperarse para un recibimiento romántico, pero por muy argentino que fuera, tenía piernas de pollo. Güendolino se sintió como un florero cursi en una sala de blancas columnas dóricas y tras un abrazo tan corto como efusivo se retiró hacia la zona de las maletas para que pudieran saludarse como era debido.
Mientras esperaban en el andén a que el argentino viniera a buscarlos en su Suzuki de 600 dólares, un desfile de majestuosos autos de todas las marcas, camionetas y limosinas, dejaban y recogían viajeros al compás de las palmeras artificiales sacudidas por una fresca y tímida brisa que les hizo sentir por primera vez que realmente habían llegado. La aventura apenas comenzaba, lo desconocido les desgarraba las entrañas y el cansancio los mantenía en pleno estado de vigilia, y el hecho de compartir aquella experiencia y todo lo que vendría había creado entre los dos una especie de complicidad tácita.
Lo primero que Güendolino pensó al ver los seiscientos dólares con cuatro ruedas estacionarse de cualquier forma frente a ellos era que todo el equipaje que llevaban no cabría dentro del auto, pero antes de que saliera de su asombro y en medio del estrepitoso motor, al que con seguridad no le funcionaban dos de los cuatro pistones que tenía, Agustín había embutido las maletas y con la facilidad con que la ausencia del asiento trasero lo permitió. Dándoselas de caballero y con la misma sonrisa de gigolo de hacía pocos minutos le abrió la puerta a María del Pilar y le explicó a Güendolino cómo podía acomodarse en un rinconcito, entre una maleta y la puerta, justo ahí donde el guardabarro de la llanta sale protuberante, de manera que tendría que sentarse, prácticamente, con la mitad del cuerpo salido por la ventana.
En menos de quince minutos llegaron a un barrio residencial de casas individuales de una sola planta y después de doblar tres esquinas furiosamente en donde casi pierden la carrocería completa del automóvil, entraron al estacionamiento de una casa, y dejándola atrás, se detuvieron en un amplio patio trasero donde otros coches dormitaban. Llegaron los colombianos, gritó Agustín efusivamente mientras los hacía entrar por un estrecho corredor oscuro, y una vez entrados en la casa, empezó a presentar sus ocupantes, éste es Axel, argentino, aquel morochito es Nacho, argentino y él es Pablo, también argentino, les presento a María del Pilar Tabogo, colombiana y a Güendolino Pucio, también colombiano, bienvenidos, pasen, pasen, respondieron todos, y antes de darle el tiempo a la parafernalia Agustín les agradeció el ofrecimiento y arguyendo que tenía que madrugar a trabajar, dijo que prefería partir cuanto antes, y que el fin de semana harían una reunión. Como un baldado de agua fría le cayó aquel anuncio intempestivo a los colombianos, sin saber cuál de los dos había sentido el agua más fría, María del Pilar porque quedaría en manos de Termita o Güendolino porque quedaría sin ella, abandonado en Argentina. Sin perder tiempo sacaron las cosas de los seiscientos dólares con pedazos de carrocería y a guisa de despedida Agustín le dijo con compinchería a Güendolino que lo dejaba en buenas manos, y que bienvenido a Mauï. Te llamo mañana, le dijo María del Pilar angustiosamente en medio de una sonrisa forzada y una mirada de pánico.
De regreso al interior de la casa, le hicieron el honor de dejarlo sentar en el único sofá explicándole que aquello sería su cama desde ahora en adelante, y después de conversar un rato y responder algunas inquietudes que Güendolino les planteó con preocupación, se fueron todos a dormir, Axel y Pablo a la única cama doble en el único cuarto y Nacho se tendió sobre el colchón que había tirado frente al sofá como si estuviera en su cuarto privado, durmiéndose al instante. Preso de la emoción y la ansiedad, Güendolino no cerró el ojo en toda la noche.
A las siete y media de la mañana se levantaron y se sentaron en la mesa a desayunar avena en hojuelas con leche chocolatosa a toda carrera y antes de que Güendolino terminara con el plato que le habían servido le preguntaron si quería irse junto con Axel y Nacho en el auto ya que pasaban de paso hacia el trabajo, frente a donde se encontraba Agustín con María del Pilar. Este, sin tener tiempo de tomar una ducha ni de lavarse siquiera los dientes, se montó al auto con ellos y se despidió de Pablo, quien daba reversa en su Toyota blanco de 550 dólares para ir a su trabajo. El trayecto duró unos quince minutos. Salieron de la ciudad y tomaron una vía rápida en dirección de Païa, el pueblo donde las marcas más famosas de equipos de windsurf tenían sus sedes y almacenes. Axel trabajaba en una obra, le iban comentando, en un restaurante muy famoso al borde del mar el cual estaban reformando, a tan sólo cinco minutos en auto del pueblo, y Nacho trabajaba donde Mike fabricando quillas en fibra de vidrio, el mismo gringo que le había alquilado el apartamento a Agustín, prácticamente enseguida del restaurante de Axel. Eran casi las ocho y cuarto de la mañana cuando Nacho estacionó el auto en el garage de su jefe quien se encontraba haciéndole mecánica a su camioneta y con una mirada de pocos amigos les dio el buenos días. Le explicó que Güendolino era el amigo colombiano de Agustín y que había llegado al tiempo que María del Pilar, y trás explicarle cómo llegar donde estaba ella, le dijo que cuando quisiera se pasara por el taller para conversar, que al fin y al cabo era muy temprano y que lo más seguro era que ella estuviera durmiendo.
La casa del gringo era de dos plantas, en frente, hacia la calle, una zona de estacionamiento privada, el garage y una escalera al aire libre que subía a la planta superior. Lindaba con la carretera a la derecha y a la izquierda con otra casa. Un pasadizo de unos tres metros de ancho comunicaba el estacionamiento con la parte posterior de la casa, donde un amplio jardín habitaba árboles frutales y unas cuantas plantas, unas sillas asoleadoras y algunos juegos infantiles. El taller donde trabajaba Nacho era, en realidad, un mini taller de a penas cuatro metros cuadrados, ubicado en dicho pasadizo, con dos mesas de trabajo, unas pulidoras eléctricas, y dos o tres estanterías con resinas y productos químicos. Ahí era donde pasaba la mitad de su tiempo, de ocho a una de la tarde, ganándose siete dólares por hora.
María del Pilar se encontraba en el baño cuando Güendolino fue a buscarla y le dijo a través de la puerta del baño que hacía poco tiempo se había despertado y que la esperara mientras se arreglaba, y éste le respondió que se tomara su tiempo, que tranquila, que igual no tenía a dónde ir, y le preguntó que si ya había desayunado, y que podía prepararle algo mientras se duchaba, y que bueno, respondió ella, aunque no creo que haya mucho de comer en la nevera, pero que si se encontraba por milagro unos huevos le gustaría que los revolviera con tomate y cebolla picada, y como sabía que eso era imposible, lanzó una carcajada burlesca y le dijo que no se preocupara, que cuando estuviera lista irían al pueblo en busca de algo de comer, y de paso haría unas compras para llenarle la pansa al refrigerador, y diciendo esto abrió el chorro de la ducha y sus palabras se ahogaron gritando que no tardaría en estar lista.
El apartamento era bastante agradable, a decir verdad. Era un sólo espacio, con un pequeño salón de gran ventanal que daba hacia el jardín, con una cocineta y un closet, separado del espacio del dormitorio por un escalón, una cama doble y sencilla, un televisor bajo una litografía de Gauguin, y una ventanilla alta que daba hacia el estacionamiento, pero por la que no se veía más que la copa de los árboles y el cielo. En un rincón del salón había varias tablas de windsurf antiguas y algunas velas y accesorios rotos esperando ser reparados, afiches de navegantes famosos pegados con cinta gris en la pared, y fotos y postales con imanes en el refrigerador. Entre las puertas de vidrio y la zona verde del jardín una terraza de unos tres metros de ancho en tablones de gres alojaba unas asoleadoras de plástico y un comedor auxiliar, en donde se fue a esperarla con un vaso de jugo de naranja y uno para ella para cuando saliera. Muy simpático el apartamento de tu novio, le dijo él cuando se sentó a su lado con picante ironía, y ella le respondió que sí, que estaba aterrada, que nunca se hubiera imaginado que fuera tan ordenado y sobre todo que viviera tan cómodamente, con un espacio para él solo, y con jardín, para colmo.
Para cuando emprendieron camino hacia Païa a pie, el sol ya había calentado suficientemente el asfalto de la calzada obligándolos a detenerse bajo la sombra de cualquier árbol. Lo primero que tenemos que hacer es conseguirnos un auto, dijo Güendolino, sin un auto no podremos hacer nada. Después, buscar trabajo. Los dos kilómetros que los separaban del pueblo se les antojaron la travesía del desierto por donde pasaban dromedarios de vidrios climatizados. No se cruzaron ni un sólo ser humano caminando a quien preguntarle dónde podrían abastecerse en frutas y verduras. Es más que necesaria la compra del auto, es de vida o muerte, dijo María del Pilar cuando entraron a la primera tienda que encontraron en el pueblo, y espero que lo encontremos hoy mismo, sería genial.
Païa era en realidad un diminuto pueblo, una veintena de casas en la intersección de la carretera principal que le daba la vuelta a la isla con otra que subía la montaña hacia un pueblo llamado Haïkú. Dos tiendas de frutas y verduras donde hacer un mini mercado, un par de agencias bancarias, una sucursal de correos, un local de fotos y fotocopias, y tres almacenes de ropa de surf y un restaurante en la esquina, eso era todo, junto con un semáforo que dirigía el tráfico. El de la tienda les explicó que contiguo al correo se encontraba la cesta que contenía el famoso periódico gratuito de los anuncios clasificados junto con el periódico de la isla y otros volantes informativos. Fueron por él y entraron al restaurante a tomarse un café con un croissant y a platicar tranquilamente mientras leían minuciosamente cada anuncio en busca de un aparato locomotor. Pagaron una fortuna por dos tazas de café y un pedazo de pan sin sabor en forma de media luna y salieron en busca de una de las tiendas de ropa. Era menester comprar un traje de baño apropiado para esos mares tropicales y una pantaloneta surfera. A eso de las tres de la tarde, con algunas compras en bolsas de papel y muertos del hambre, emprendieron el regreso hacia el apartamento de Agustín, donde cocinaron precariamente un pedazo de carne y picaron dos tomates en rodajas. El resto de la tarde, la pasaron en la terraza, a la espera del matador, quien le había anunciado a María del Pilar que la llevaría a cenar a un pueblo llamado Kihei, al otro lado de la isla. Asi que fueron los tres y de regreso pasaron por la casa Axel para dejar a Güendolino.
Los primeros tres días transcurrieron casi igual, con la diferencia de que Güendolino empezaba ya a desesperar por tener que depender de que alguien lo llevara o lo trajera a cualquier parte en auto. Un día le dio por hacer autostop y caminó hasta la salida a la vía rápida y se paró en la berma estirando el brazo y el dedo gordo. A los pocos minutos alguien lo recogía, y le explicaba, ya en confianza, que no era bien visto ese tipo de prácticas, hasta que un día un gringo buena onda le explicó en detalle que en realidad hacer autostop estaba prohibido, no por el hecho mismo, sino por el hecho de parar en la vía rápida a recoger a alguien. Las conversaciones siempre eran las mismas, que de dónde viene, que qué país tan lejos, que si no trajo un poco de cocaína o de marihuana colombiana, que si es muy peligroso vivir allá, que cuánto tiempo se piensa quedar, que en qué anda lo de la guerrilla, que cómo anda la situación del país. El tipo más simpático que se cruzó en auto-stop fue un gringo que se notaba que había viajado mucho, sobre todo por Asia y algo por América del Sur, y con un español tergiversado quiso corresponder el esfuerzo que Güendolino hacía por explicarle la situación social del país, y le contó que alguna vez había estado en Caracas, y que le habían robado el pasaporte en pleno aeropuerto, justo cuando se dirigía hacia Bogotá, y que por aquel percance no le habían alcanzado las vacaciones para visitar el Museo del Oro, que era en realidad lo que lo había motivado a viajar al país de El Dorado. Conducía con la pierna izquierda doblada sobre el asiento, con la mano masajeándose el pie, de pantaloneta hawaïana floripepiada y camiseta esqueleto, chivera en el mentón y tatuajes por todas partes, pero flaco y de actitud inofensiva. A Güendolino al principio se le antojó que era gay por el interés que había mostrado en él y en la conversación pero se dijo que qué carajos, que fuera lo que fuera, que al fin y al cabo le estaba haciendo un favor y que no le daría tiempo de nada más en caso de que lo fuera porque después del cruce en Païa, como le había anunciado con anterioridad, se desviaría hacia Haïkú. Desplazarse entre Kahuluï y Païa en autostop era mucho más fácil que dentro de la ciudad, donde nadie se detuvo nunca. No existían los taxis, sólo buses escolares o de grupos turísticos. Ni un solo peatón, y con escasa frecuencia, alguien en bicicleta.
Pronto entró en la rutina de los argentinos de ir a comer por las noches al Burger King. A eso de las ocho de la noche, cuando ya todo el mundo había regresado del trabajo, agarraban sus vasos tamaño XXL de Burger King y salían caminando a través del barrio en busca del famoso restaurante de comidas rápidas. Estaba ubicado a unos quince minutos de marcha cerca a uno de los cruces importantes de la ciudad, junto a un pequeño centro comercial. La hamburguesa costaba noventa y nueve centavos, y con el tax salía en uno cero tres, así que por dos dólares con seis centavos se podían englutir dos ejemplares que les daba una pasajera sensación de llenura ya que la caminada de regreso aceleraba perjudicialmente el proceso digestivo, en el sentido de que llegaban a la casa casi con la misma hambre con la que salían. Eso lo remediaban, si tenían unas moneditas de más, comprando una tercera hamburguesa que se comían una vez llegados a la sala. La gracia del Burger King era la bebida. La primera vez que Güendolino los acompañó a comer, le tocó comprar un combo de hamburguesa con papitas a la francesa y el refresco en vaso de cartón que se servía en un dispensador autoservicio de bebidas gaseosas, lo bueno era que se podía llenar el vaso cuantas veces se quisiera. El combo valía más de cinco dólares, así que la astucia era comprar dos hamburguesas sencillas, por poco más de dos billetes verdes, que a la postre llenaban más el buche que el famoso combo acompañado de papitas. Al entrar al restaurante, los argentinos se metían el vaso entre la camiseta para despistar al enemigo y una vez compradas las hamburguesas y sentados en la mesa, se levantaban a llenar el vaso en el dispensador como cualquier cliente normal. A la salida, con la tercera hamburguesa en mano y el vaso repleto de hielo y Coca-cola, ya tenían con que repetir la faena una vez llegados a casa. Las idas al Burger King se volvieron una especie de terapia de grupo, pues era el único momento en que estaban verdaderamente juntos los cuatro, Axel, Nacho, Pablo y Güendolino. Mientras duraba la caminada tanto de ida y venida, que a la larga duraba mucho más tiempo del que pasaban sentados en la mesa, se contaban las anécdotas del día, las peripecias en la navegada de por la tarde, y se planeaban las actividades o paseos para el fin de semana, sobre todo las salidas y los sitios para ir por las noches. Los problemas de convivencia o domésticos nunca se hablaban fuera de la casa, esa era una regla a la que todos habían llegado sin tener que redactarla. El líder del hogar era Axel pese a que a todos les entraba en reversa la sola idea de admitirlo. Su físico imponente contrastaba con su aguda inteligencia y frente a tales recursos, nadie parecía llegarle a los tobillos. Rubio, casi de pelo blanco, ojos azules, un metro con noventa, cien kilos de fibra y musculatura y unas manos que no dejaban indiferentes al que por primera vez lo veía. Era una mole enorme, tan grande que para orinar se arrodillaba en el suelo del baño posando su herramienta sobre la taza del sanitario por miedo a que el chorro se desviara en la caída libre. Si la discusión alguna vez subía de tono, nadie era capaz de plantarse frente a Axel y bravearlo físicamente, y éste lo sabía, pero en vez de aprovecharse de aquellas ventajas, las sabía manejar, como si fuese un gran rey muy sabio y muy viejo, a pesar de su diente postizo. Nacho, en cambio, era el más pequeño de estatura, todo lo contrario a Axel, morocho, de pelo chuto, fina cintura y brazos cortos. Aunque era el mayor de todos, su autoridad nunca alcanzaba. Pablo, por el contrario, le importaba siempre tres carajos quien tuviera la razón, y se dejaba llevar la mayoría de las veces por los demás. Era el menor, el consentido, de cara angelical, pelo castaño, mediana estatura y cuerpo atlético. Parecía ser la encarnación de cupido por la forma en que sus padres lo trataban al teléfono, y a veces andaba tan metido en su propia película que parecía autista.
A la semana de haber llegado, Agustín trajo la noticia de que un compañero del trabajo necesitaba vender urgentemente su auto para irse de viaje, y que estaba a un muy buen precio, un Toyota automático, cuatrocientos cincuenta dólares. Fueron a verlo y María del Pilar sacó los billetes verdes sin pensarlo dos veces y firmó el traspaso de la tarjeta de propiedad del vehículo. Al otro día fue por Güendolino a la casa de los cordobeses y se fueron a buscar un auto para él. Misión imposible, se les antojó al ver que ni siquiera teniendo auto era fácil buscar uno. Fueron de aquí para allá, de allá para acá, que si no está muy podrido está muy caro, que si no está muy grande está muy chiquito. Pasaban gran parte de la mañana en aquella labor, mirando anuncios en el famoso periódico gratuito de clasificados, haciendo llamadas y concretando citas para ir a visitar los autos al finalizar la jornada laboral, lo que les daba tiempo por las tardes de ir a cualquier playa a darse un chapuzón y a tomar un poco de sol, cuando no se iban a algún centro comercial.
Un miércoles por la mañana, contrariamente a lo acostumbrado, obtuvieron una cita con un vietnamita para ver su auto. Cuando llegaron a la dirección, se encontraron con un restaurante cerrado, y cuando estaban por irse cansados de tocar el timbre y la bocina, salió un señor de unos cuarenta y cinco años, con cara de pocos amigos, pucho entre los labios, y despelucado a más no poder. Con afán les dio algunas instrucciones y les abrió el capó. Seiscientos dólares, una suma superior al presupuesto de Güendolino, pero dada la necesidad y el estado del auto, hizo una mueca de aceptación que no duró un santiamén, pues cuando por casualidad le pidió al ojirayado abrir el baúl, éste le respondió que no abría, que estaba bloqueado. Güendolino le que explicó era windsurfista y que necesita abrir el maletero del auto para meter todos sus juguetes náuticos y accesorios, que de lo contrario no le servía. Sin decir palabra alguna, el propietario dio tres pasos refunfuñando quien sabe qué en vietnamita, cerró el capó y las puertas que quedaban abiertas, y desapareció por la puerta de donde minutos antes había salido. María del Pilar y Güendolino se subieron al auto sin darle tiempo al ojirasgado de que saliera con su escopeta a ahuyentarlos, como habían visto tanto veces en películas americanas. Está como loca la gente en esta isla, comentaron ambos, sin saber que más adelante aquella frase se convertiría en el refrán más repetido, o por lo menos, pensado.
Aquella tarde habían ido a inscribirse a una escuela donde le enseñaban inglés a los extranjeros gratuitamente, y de bajada hacia el centro de la ciudad, pasaron frente a un taller de mecánica donde había estacionado un auto con avisos de venta. Se detuvieron y un gringo con barriga de cervecero salió a atenderlos. Se trataba de un Chevrolet modelo 79, en muy buen estado de lámina, pintura, cojinería y a juzgar por el bramido del motor, tenía el brío suficiente para resistir unos cuantos años más de carretera. Setecientos dólares, dijo el tipo de pelo en pecho, camisa esqueleto ceñida a la pansa y bigotes eléctricos. Les empezó a hablar de mecánica y de cuanta cosa, y entre chiste y chanza, le hizo firmar el traspaso de la tarjeta de propiedad mientras contaba los billetes verdes, casi con la baba afuera. Una palmadita en el hombro, y que le vaya muy bien, hasta luego.
Güendolino nunca se imaginó que la dicha le iba a durar sólo tres semanas, y que los setecientos dólares se le iban a ir por entre un inodoro como papel higiénico. Se montó orgulloso en su Chevrolet dos puertas con corte deportivo de finales de los setenta, potente motor tres litros de caja automática y dirección hidráulica, y arrancó adelante de María del Pilar, haciéndole señas con la mano para que lo siguiera. Fueron al Burger King a celebrar el acontecimiento.
A Güendolino el mundo le cambió, ya podía desplazarse a cualquier parte, podía ir a navegar a cualquier playa con la tabla y la vela y los demás accesorios metidos entre el carro de cualquier manera, podía subirse en él con los pies llenos de arena, podía ir a cualquier pueblo, al otro lado de la isla y a cualquier hora, si le daba la gana. El auto había hecho de él una persona independiente. Se decía para sus adentros que su padre estaría orgulloso de él en esos momentos, que qué bueno sería poder llevarse ese carro para su país, para su ciudad, que qué bueno sería llevar a pasear a su madre un domingo a comer sancocho. Primero fueron donde Agustín a mostrarle la adquisición, y cuando llegó a la casa de los argentinos, le dio el volante a Axel para que condujera hasta el Burger King. Que está muy bueno tu auto Güendolino, le decían, que ya vine al medio día a comer aquí con María del Pilar, les respondía, pero que no importa, que celebrar dos veces no hace daño. Esa noche la tercera hamburguesa que se llevaban para la casa no la compraron.
En lo que iba de su estadía en la isla, unas dos semanas, ya había sacado mil dólares, entre los gastos del carro, los doscientos que había pagado por un mes de alojamiento en la casa de los cordobeses, y los otros gastos menores. La siguiente etapa era conseguir trabajo, pues ya tenía lo más importante, el equipo de windsurf y el carro. La plata que le quedaba de reserva había planeado guardarla para hacer un viaje por los Estados Unidos más adelante, se lo había propuesto como una meta muy para sus adentros después de haber conversado con su tío, el que había ido a recogerlos al aeropuerto para que pasaran la noche donde los patriarcas de la familia de Güendolino, antes de seguir el viaje en dirección de Los Ángeles y Honolulu, al día siguiente. Durante el trayecto hasta la casa, les había contado que para viajar por Europa cuando era adolescente había trabajado durante un año entero repartiendo el diario por las mañanas. Güendolino habría de recordar aquella hazaña como heróica, pues los tiempos de su tío eran otros y le había tocado pagarse el viaje con el sudor de su frente, literalmente, mientras que a él le había bastado con vender dos o tres pertenencias, a saber, un equipo de sonido magnífico que su padre le había dado como regalo de grado del colegio y la tabla con que solía navegar en el Lago Calima. En el auto tenía un par de cervezas que les ofreció como primicia a lo que les esperaba por la noche, pues les había dicho que los llevaría a un bar en Miami Beach después de cenar con los abuelos. Nunca se imaginó que sería la última vez que lo vería.
Cuando regresaron del restaurante Nacho y Pablo se pusieron a discutir por una camisa que había resultado manchada, y habían subido tanto el tono que de no ser por la mediación de Axel, hubiesen terminado a puñetazos y mordiscos. La ofuscación fue tal que con los ojos empiscinados Pablo tuvo que salir de la casa a tomar aire fresco, seguido por el rubio gigantón, temeroso de que el menor fuera a hacer una locura, y para sorpresa de él se lo encontró sentado en el andén de la esquina, bajo la luz de la farola. Nacho se había quedado en su rincón, tirado sobre su colchoneta practicando el ejercicio que más hacía en casa, agarrar el portaretrato que tenía una foto de su novia, sosteniéndolo con brazos estirados como si tuviera el volante de una nave espacial y mirándolo en todos los sentidos, alejándolo, acercándolo, para un lado, para el otro. La paz duró un rato largo hasta que sonó el teléfono con la noticia de que el tío de Güendolino había sufrido un paro cardíaco, y que ya nunca más volvería a tomarse una cerveza, cosa que la abuela siempre le reprochaba. Cuando por fin colgó el teléfono, sintió que las lágrimas de su madre habían viajado hasta él por medio de la bocina, y tuvo la sensación de que la piel de todo el cuerpo se le comprimía, y tuvo ganas de tomar aire, de desahogarse, de hablar con alguien, de compartirlo, y cuando salió al salón se dio cuenta de que Nacho roncaba con el portaretrato sobre su pecho, y le entraron unas ganas inmensas de comunicarse con las estrellas, con Dios, con los seres de otras dimensiones capaces de explicarle qué era lo que pasaba, y no encontró más que refugiarse bajo la luz empobrecida del farol de la esquina, donde un argentino sufría por trivialidades y otro trataba de consolarlo. A ambos les cambió el rostro cuando Güendolino, quien durante varios minutos no hizo más que contemplar aquel cuadro surrealista, les contó el drama que había tocado a la puerta de su familia. Como por arte de magia, las lágrimas de Pablo se secaron y el abrazo que recibió de Axel transformó la luz naranja del farol en una cascada de agua cristalina y sanadora color azul.
Al día siguiente, Güendolino se levantó temprano y se fue a recorrer los barrios residenciales de clase alta en busca de cualquier trabajo. Tocó el timbre en una treintena de casas hasta que le dio el mediodía y se fue a comprar algo para almorzar en la primera rapitienda que encontró en el camino. La estrategia no había sido exitosa. De las treinta casas que visitó, apenas quince le abrieron la puerta, y de aquellas quince, apenas en tres le habían dado el tiempo de explicarse. Desmotivado, se fue aquella tarde a uno de los almacenes de equipos de windsurf más grandes a antojarse de todo lo que no necesitaba comprar. Finalizando el día, pasó por donde Agustín y María del Pilar y no los encontró, así que se fue directamente a la casa, pues había quedado con los argentinos de ir a mercar. Estacionó su auto seudo-deportivo en el patio trasero de la casa principal y se montaron los cuatro en el Nissan rojo. ¿Conocés los probadores?, le preguntaron a Güendolino mientras le mostraban varios módulos de golosinas y bizcochos dentro del supermercado, agarrando lo que les cupiera en la boca y entre las manos mientras seguían su recorrido por los corredores. Se fueron enseguida hacia la zona de los refrigeradores y le preguntaron si conocía los probadores de sánduches, cada quien agarrando de a uno, quitándole el envoltorio plástico transparente, y metiéndoselo a la boca, para poder por fin empezar a hacer mercado seriamente. Es que hay que llenar el estómago primero, le decían, hacer compras es una tarea extenuante con la tripa vacía, además, hay que aprovechar que es gratis. Güendolino al principió no captó la jugada con los dulces y bizcochos, pues se le hizo completamente normal que hubiesen estantes de degustaciones, pero cuando los vió agarrando los sánduches y atragantarse con ellos a toda prisa, se atacó de la risa. El mercado consistía en comprar todo en cantidades alarmantes, y para eso los gringos eran los mejores, todo era tamaño XXL. Compraron ‘la papa’, como le llamaba Axel al suplemento alimenticio en polvo, de esos que toman los fisicoculturistas, una caja enorme de hojuelas de maiz marca Quaker, una caja de chocolate en polvo, también de Quaker, espaguetis, atún y pasta de tomate enlatados, y papel higiénico como para empapelar el vecindario. Era básicamente lo que comían siempre por las mañanas, y la pasta con tomate y atún era para variar la cena, el día que no fueran a comer hamburguesas. De regreso hacia la casa, aún habiendo comido sánduches de jamón y queso y bizcochos varios, y gratis, pasaron por el Burger King a terminar el día.
Por esos días el viento no se había asomado por la isla, y a falta de trabajo, el tedio empezó a hacerle caritas a Güendolino. Desde que había llegado, ni una gota de viento, y para que pudiera navegar con la pequeña vela que había comprado, necesitaba algo más que viento, un fuerte ventarrón. En la casa todos se estaban equipando con equipos de Slalom, pues a diferencia del equipo especial para olas, las velas son mucho más grandes y las tablas más voluminosas, lo que permite navegar con vientos menos fuertes y aguas más calmadas. Le contaron que del otro lado de la isla, en la bahía de Kihei, había gente que navegaba desde hacía varios días, y que por el rumor que corría, no habría viento del lado de Païa hasta finales del mes. No les quedó más remedio que comprar equipos de Slalom y Güendolino se dejó llevar por aquella fiebre. Pese a que no estaba entre sus planes comprarse un equipo con esas características, el deseo de navegar a como diera lugar fue más fuerte que la voz interna que le aconsejaba no gastar el poco dinero que le quedaba. Dos días después, llenos de emoción, se fueron los cuatro con sus nuevos equipos a las playas de Kihei. Y así pasaron el resto de las tardes de aquella semana, navegando en las mismas aguas donde los grandes profesionales se entrenaban. Güendolino no cabía en la ropa de la emoción, cada noche llegaba a la casa a llamar a su padre por teléfono para contarle que había visto a fulanito, que había conversado con sultanito y que merenguito no era tan rápido como creían, pues había hecho un par de travesías a su lado a la misma velocidad. Le contó también que se había comprado el equipo de Slalom y que la tabla era de la marca que usaba aquel famoso argentino que había ganado varias veces el suramericano de windsurf, y que estaba muy contento y que la isla era un paraíso, y que padre no te imaginas los almacenes y los accesorios y la ropa que venden, y lo barato que son los equipos, que no te imaginas como son de lindas estas playas, que te encantaría poder navegar en la bahía de Kihei donde las aguas son tranquilas y el viento es parejo, como en nuestro Lago Calima.
Una semana después, ya cuando estaba por cumplir un mes de haber llegado, el viento desapareció por completo. Las idas a Kihei se volvieron una larga espera en la playa, mirando el horizonte y rezando para que no pasaran el día en vano. Se le ocurrió entonces a Güendolino que podría comprarse un Longboard para ir a surfear en la bahía del aeropuerto donde había visto gente metida en el agua deslizándose en tímidas olas que no superaban el metro de altura. Fue un día a un almacén, preguntó si tenían tablas de segunda, y se compró una amarilla con azul, de medianas dimensiones, por ciento cincuenta dólares y una malla negra especial tipo camiseta, por treinta, para protegerse el pecho de la cera antideslizante y la espalda del sol, del sol que no hubo aquella tarde lluviosa en que se fue a la bahía en cuestión a estrenar juguete. Lo consideraba como un autoregalo merecido por haber encontrado trabajo. De las ocho de mañana a las dos de la tarde, iba a una obra donde el carpintero lo ponía a hacer trabajos varios, y se ganaba siete dólares la hora, que no estaba mal para empezar. De repente, el valor de las cosas cambió. Ya no veía los precios de la misma forma, ahora todo lo calculaba en horas de trabajo, pero la tarde en que se compró la tabla, aquella impresión no estaba suficientemente arraigada en su comportamiento. El día empezaba a las siete de la mañana, desayuno de hojuelas de avena en leche chocolatosa a toda prisa, llegada a la obra a las ocho, trabajos forzados, pica y pala en manos hasta las dos de la tarde para salir despavorido a la tienda a comprarse un sándwich y unas papitas fritas para almorzar mientras manejaba de ida hacia la playa, con todos los juguetes entre el carro, encuentro con los argentinos en el spot de siempre, esperada de caras largas a que el viento apareciera por obra y gracia del todopoderoso, regreso a casa con la moral y la ansiedad en tergiversada lid, reencuentro en el Burger King vasos de cartón camuflados entre las camisetas, lavada de dientes en el lavamanos que más parecía un mapamundi dibujado con manchas negras de la mugre, y a la cama, donde Güendolino soñaba con aquellos vientos que hicieron a Mauï tan famosa a nivel mundial.
Con el anuncio de la llegada de Pacha las cosas cambiaron para Güendolino. La primera noche de su llegada, le habían advertido que su estadía en la casa era provisoria hasta que llegara él, y que era mejor que previera con varios días de anticipación su traslado a otra parte, cosa que le entró por un oído y le salió por el otro, pues, a tres días antes de que el argentino llegara, no había hecho la primera averiguación. Como para acabar de completar, María del Pilar le había anunciado que se devolvía para Colombia la semana siguiente. Una tarde de sofocante calor y aire estancado se reunieron en la terraza de un centro comercial para hablar largo y tendido. María del Pilar le contó que definitivamente no quería seguir con Agustín en una especie de romance forzado cuando no hacía más que pensar en el último amante que tuvo en Bogotá, cada vez que éste le hacía el amor, y mal, para colmo. Había fingido un problema familiar relacionado a los negocios de su madre y debía regresar antes de lo previsto con el fin de asistirla y puso a Güendolino al tanto de su farsa por si a cualquier argentino se le ocurría alguna vez preguntar. Los días siguientes se separaron únicamente para dormir. Cuando Güendolino salía del trabajo pasaba a buscarla y se iban a recorrer pueblos remotos de la isla y playas paradisíacas. Una tarde, cuando se encontraban en un sitio famoso por sus acantilados, el estupendo auto azul no quiso arrancar. Se encontraban en una punta de tierra al final de inmensos cultivos de piña, a unos tres kilómetros de la carretera. Impotente frente al capó del carro abierto, a Güendolino se le antojaba que su ignorancia en cuanto a la mecánica automotriz era equiparable a la absurda dependencia del uso del automóvil en ese país, y se sintió retóricamente inútil. Hicieron el largo camino hacia la civilización y buscaron un teléfono para llamar al salvador, Agustín, quien casi dos horas después se apareció con un amigo brasilero quien decía ser mecánico. El arreglo era una tontería, un cable que hacía mal contacto y no alimentaba la bomba eléctrica de combustible. El que no sabe es como el que no ve, le dijo Güendolino al mecánico a guisa de agradecimiento estirándole treinta dólares que le dolieron en el alma. Siempre y cuando sea lo único que le pase a este carrito, se dijo, los pago con gusto.
Al Toyota de María del Pilar, en cambio, nunca le sucedió nada. Ella se contentaba con echarle combustible sin siquiera revisarle el agua o el aceite y él se contentaba con eso para llevarla donde quisiera, con su tierno y redondo trasero sobre sus espaldas. Ese era el auto que debí comprar, pensaba en voz alta Güendolino, contrariado por el hecho de que María del Pilar le tocaba venderlo antes de irse, que qué desperdicio, que desde un principio, sabiendo que no iba a quedarse más de un mes, debió proponerme a mí la compra del Toyota que era, por tratarse de un carro de quinta mano, una joya por su resistencia y fiabilidad.
Para cuando María del Pilar se fue, Güendolino no había encontrado lugar donde alojarse. Había hablado con los pocos que conocía y había visto dos o tres cuartos que alquilaban en casas de particulares con precios que no le convenían. Se sintió indefenso con su ausencia en medio de una plaga de argentinos que no hacían más que mofarse de su acento y sus expresiones. Así que cuando Pacha llegó, ya tenía todo listo entre el carro, arrumado de cualquier forma, dos juegos de tablas, velas, botabaras, mástiles y accesorios, la tabla de surf, y el enorme morral con la ropa que nunca se iba a poner. A nadie le dijo que no tenía donde ir a dormir aquella noche, y después de darle la bienvenida al recién llegado, se montó al auto y se fue en dirección de Païa. Aprovechando que Agustín estaba de viaje, pensó meterse en su apartamento aunque fuera por una noche, creyendo que la puerta ventana que daba hacia el jardín posterior de la casa era fácil de abrir. Estacionó el auto en el parking del conjunto residencial al otro lado de la calle, agarró su morral y empezó a caminar mientras pensaba en la respuesta que le daría al dueño de la casa en caso de que lo pillara in fraganti tratando de meterse al jardín. Como siempre había ido de día, nunca se imaginó que por la noche la residencia estaba vigilada por unos potentes reflectores que se activaban con cualquier movimiento, que por suerte no se prendieron cuando pasó por el costado en busca de la parte posterior. Al llegar a la entrada del apartamento, se dio cuenta que la puerta tenía un cerrojo con llave, y no le quedó más remedio que acostarse sobre las asoleadoras del jardín envuelto en su saco de dormir. No había terminado de acomodarse cuando sintió que llegaba un carro y supuso que era el dueño de la casa. Trás oirlo subir por las escaleras y encender las luces aclarando el jardín, se sintió observado, oyó su voz en la ventana como si le estuviera diciendo a su esposa que viniera a ver el extraterrestre que dormía sobre una asoleadora, y poseído por la paranoïa de ser descubierto, esperó a que las cosas se calmaran y salió despavorido, activando los reflectores que no alcanzaron a delatar su rápida carrera. Con el corazón en la mano se fue en busca de su auto y advirtió que las zonas verdes de las residencias también tenían asoleadoras, y como no había rejas ni portones que indicaran claramente la diferencia entre el espacio público y el privado, pensó que podría hacerse pasar por un inquilino con insomnio que había salido a ver las estrellas en caso de que alguien advirtiera su presencia. Las casas estaban dispuestas en línea formando un arco, con la zona verde en el centro, de manera que cualquier persona que se asomara por la ventana, podría ver qué pasaba abajo. Se instaló de nuevo, metido entre su saco de dormir, a ver las estrellas, pelo lo único que vio fueron los zancudos que rondaban por su rostro en busca de un pedazo de piel donde aterrizar. Trató de burlarse de ellos metiéndose completamente dentro del saco de dormir pero el calor no lo soportaba, y apenas asomaba la punta de la nariz, sentía los mosquitos al acecho. La desesperación venció su cansancio, obligándolo a abandonar el lugar. Luchar contra un enjambre de mosquitos hambrientos era, sencillamente, imposible, y resistirse era, definitivamente, ridículo. Se metió al auto alterado y arrancó en dirección del parque donde recordaba haber visto unos kioscos abiertos para uso público. El parque contaba con un bosque de pinos, zonas de picnic, canchas de fútbol, una área grande de parking y playas. Su reloj marcaba casi las doce de la noche cuando llegó, y para su sorpresa, se encontró con un festival de música reggae y grupos en vivo tocando. El kiosco donde tenía pensado acostarse estaba ocupado por uno de los grupos de rastas y bajo su techo gente de todas las edades bailaban al son de la marihuana y la música del alma. Estacionó su deportivo azul y se fue a ver de cerca lo que pasaba. En otras condiciones, se hubiera puesto a bailar y a disfrutar de la buena música, pero se trataba de encontrar un lugar tranquilo y sin mosquitos donde ponerse horizontal. La fiesta parecía no tener fin y le dio la impresión de que el kiosko estaría ocupado lo que quedaba de la noche, así que se le ocurrió la brillante idea de sacar todo lo que tenía en el auto, inclinar el espaldar de los asientos traseros para hacer espacio, y acostarse a dormir. El problema era que si sacaba todos sus juguetes y pertenencias del auto corría el riesgo de que se las robaran mientras dormía, así que las puso todas sobre el techo, de cualquier forma, y las amarró con una larga cuerda. Fuera de que el interior alfombrado del auto estaba lleno de arena pegándosele a la piel por el sudor, los mosquitos se hicieron sentir al instante en que adoptó la posición definitiva para pasar al mundo de los sueños. Esta vez la batalla era más equitativa. El recinto era limitado y se dijo que en cuestión de minutos acabaría matándolos a todos, uno por uno. Sin lograr ubicarlos por la oscuridad, esperaba a que se posaran en su rostro y dándose rápidas cachetadas hizo de su cara un cementerio de zancudos. Cuando estaba por dormirse, creyendo que los había exterminado, aparecía uno como por arte de magia, y así fue hasta que, ya sin sueño, se vio obligado a salir del auto para volver a guardar todo e ir hacia el kiosco, y seguir la noche como todos los que estaban allí, de fiesta. Pasadas las tres de la mañana, los grupos dejaron de tocar pero la gente no se fue, y siguieron cantando y bailando ritmos imaginarios. Güendolino, en su estado de absoluto agotamiento, con la cabeza que ya no le daba ni para pensar y el rostro maquillado de puntitos rojos con patitas y alitas en forma de estrellitas, se dejó llevar hacia la playa donde el vaivén de las olas y la brisa marina lo arruyaron definitivamente, sumergiéndolo en una muerte anestesiada que le duró hasta que los primeros rayos de sol empezaron a cocinar la fauna que reposaba inerte en su cara.
Buscando y preguntando a diestra y siniestra se enteró que un tipo llamado Jerome alquilaba algunos cuartos de su casa, y antes del mediodía había dado con el lugar, a unos trescientos metros del cruce principal de Païa. La casa en madera daba sobre la carretera, y después de pasar por un antejardín tristemente abandonado, una puerta con mosquitero daba a un salón. Tres enormes gringos, barbudos y barrigones, absortos por una enorme televisión con una línea roja horizontal en la mitad a duras penas si notaron su presencia. Llamaron al dueño después de que Güendolino les preguntara por éste, todavía parado en la puerta, sin atreverse a entrar, y salió un marciano de buena estatura, tan despeinado como si hubiese tenido una batalla de almohadas, sin camisa y con la barriguita correspondiente, como un huevito protuberante por encima de las bermudas escarlata y las chanclas blancas y anchas, de esas que usan los surfistas para caminar sobre la arena. Antes de que hicieran las presentaciones formales, le advirtió que el precio por habitación era de ciento ochenta dólares al mes, y ante el asentimiento de Güendolino, lo invitó a pasar a la cocina para darle más detalles y explicarle las reglas internas. Le hizo un rápido recorrido por la casa, le mostró los compartimientos con candado al interior de las neveras, le indicó donde quedaba el teléfono público, le mostró cómo funcionaba la lavadora que quedaba dentro del baño, y le mostró con el dedo dónde quedaba su cuarto privado, al cual absolutamente nadie tenía derecho de entrar, cualquiera que fuesen las circunstancias. Lo que más repitió antes de recibirle el dinero, era que no quería hospedar surfistas drogadictos, pues había tenido muy malas experiencias antaño y que si lo era, que por favor evitaran problemas y se fuera a buscar a otro sitio. De todas maneras le hizo firmar un contrato que le daba el poder de expulsarlo sin explicaciones ni advertencias, en el caso de que violara cualquiera de las reglas de convivencia en él detalladas. Lo acompañó a su habitación y le mostró el closet donde podía guardar sus pertenencias, le dio una palmadita en el hombro a manera de bienvenida definitiva y se metió a sus aposentos, en el otro extremo de la casa.
Los días siguientes, Güendolino se dedicó a buscar trabajo. En una hoja blanca pegó su foto y escribió cinco líneas describiendo su procedencia y sus actividades, ofreciéndose para trabajar o ayudar en cualquier actividad por la módica suma de seis dólares por hora, y a modo de posdata y con letra grande escribió «no drugs». Frente al minimercado de Païa había un conjunto de almacenes y entre ellos, una papelería, desde donde Güendolino le había enviado el primer fax a su madre recién llegado. A fuerza de ir varias veces en la semana, se había hecho amigo del dueño, Ramón, un gringo simpático de origen latino, de piel trigueña y cola de caballo, quien a penas lo vio entrar papel en mano le preguntó si quería mandar un fax y sonrió cuando oyó que era para hacer unas cien copias en blanco y negro. Le explicó que pensaba distribuirlas en los buzones de las casas de los barrios burgueses, y que si no conseguía ningún resultado, volvería a sacar otras cien copias para distribuirlas en otra parte, y así sucesivamente, hasta que encontrara algún trabajo. Ramón sabía que ese tipo de propaganda estaba prohibida, y se lo advirtió pese a que fuera en contra de su política comercial. Güendolino, por su parte, había escuchado la misma advertencia de la boca de Jerome, el dueño de la casa, pero se le hizo exagerado y algo paranóico, quizá porque no eran métodos comúnmente empleados por los gringos para buscar trabajo. Yo vengo del país del rebusque, le explicó a Ramón, en donde la ley del más fuerte es la que manda a la hora de encontrar trabajo o realizar algún negocio, y con la idea de que una simple hoja de presentación con una foto no podría hacerle daño a nadie, le pidió el favor de hacerle las cien copias y se fue a repartirlas. En la mayoría de las casas, los buzones quedaban sobre la calle, y cuando no, colgados de la pared en el zaguán. Varias veces se encontró con empleadas del servicio a quienes les daba un ejemplar de su presentación y les preguntaba que si ya tenían quien les hiciera el mantenimiento de las piscinas o el arreglo del jardín, y que de todas formas le dieran a los propietarios el papel, pensando en que su precio por hora podría convencer a más de uno de cambiar de jardinero. Por las tardes, se iba para donde los argentinos para no perder la rutina del Burger King y para hablar algo de español. Se encontró con que Pacha también estaba buscando trabajo y quedaron de compartir los gastos del carro recorriendo la isla en busca de algo que hacer. Por las mañanas, Axel y Nacho, quienes pasaban por Païa hacia el trabajo, dejaban a Pacha en la casa donde se hospedaba Güendolino, y salían a eso de las nueve de la mañana a recorrer las casas en construcción en la parte alta de la isla. A finales de la primera salida, tocaron a la puerta de una casa enorme y les atendió una señora de buenos modales de orígen hindú que les dio trabajo por lo que quedaba del día, cortando y podando el extenso jardín. Por poco saltaron de la alegría al verse trabajando de un momento para otro, sin primicias ni contratos ni nada por el estilo. Era un trabajo de sólo unas cuantas horas, que no les daba ni para ocuparse el resto de la tarde. Antes de irse, fueron a hablar con el capataz de la casa al final del condominio y éste les dijo que volvieran la semana siguiente, que quizá cuando hubieran fraguado los cimientos, habría cosas por hacer, y que por ése entonces estaría el propietario. Pacha consiguió un reemplazo de mantenimiento de piscina gracias a Pablo, quien ya empezaba a conocer gente, mientras que Güendolino pasó el fin de semana en blanco, sin trabajar y sin navegar, el viento aún no había decidido pasar por la isla.
La residencia de Jerome era una casa grande en madera medio abandonada. Tenía seis cuartos grandes, sin contar el de él que en realidad era un mini apartamento, un salón con enormes sofás formando una U y una mesa baja en el centro, alrededor de una pantalla gigante de televisión con raya roja por la mitad de la imagen, una cocina grande con dos neveras y una mesita auxiliar y una puerta que daba al patio posterior que hacía función de museo, donde el dueño estacionaba su enorme camioneta Ford 350 negra. El cuarto de Güendolino era de los más grandes pero también el más poblado, pues era el único que tenía dos camarotes dobles. Las primeras noches las compartió con un simpático suizo que dormía en el otro camarote, también en la cama de abajo, pero a la semana Jerome les anunció que llegaría un alemán quién había reservado su cupo vía internet. En el cuarto de enfrente vivía un gringo de unos cuarenta años que salía muy temprano por la mañana y regresaba muy tarde en la noche, se daba un baño y se iba a dormir. Después del baño, un cuarto con dos muchachas, una austríaca, la otra danesa, y en el cuarto contiguo al salón, un neozelandés, quien se la pasaba encerrado en su cuarto leyendo libros. Aquel fin de semana sin viento, Güendolino habría de descubrir la actividad que reinaría por excelencia su estadía en Maui : dormir y ver televisión. Al medio día se despertaba e iba enseguida a comprar algo para desayunar a la tienda del pueblo, una botella de jugo de naranja, algo de pan, mantequilla y queso tajado y cuatro huevos, y de paso un paquete XXL de Doritos que le servía de compañía el resto del día frente a la línea roja. Cuando no había nadie en el salón, se daba el privilegio de poseer el control remoto y ver los programas que se le antojaban. Por la noche, antes de que cerraran la tienda, iba a comprar algún plato listo para meter al microondas, y con lo que le quedaba del paquete de Doritos, esperaba a que le entrara el sueño, pasada la medianoche. Cuando llegó el día tan esperado de ir a la obra, había perdido completamente la costumbre de levantarse temprano, y por poco se queda dormido. Para llegar a tiempo tuvo que sacrificar su ducha matutina y su desayuno, y salir casi con la almohada pegada al cachete. Al llegar a la casa, el capataz lo estaba esperando con un ayudante al que le presentó como a su sobrino, que venía del continente para trabajar durante las vacaciones de liceo, y al rato llegó el propietario. Después de entrevistarse con el dueño, quien resultó siendo un joven suizo de unos treintaicinco años, la sonrisa le volvió al cuerpo al saber que tendría trabajo por lo menos para dos semanas seguidas, y se alivió de saber que con el dinero ganado tendría suficiente para pagar su habitación el mes siguiente.
Por esos días el viento llegó, y con él, los lugares de navegación se llenaron a reventar de windsurfistas y surfistas, pues la brisa también traía las olas. El primer día que Güendolino fue a Hookipa, uno de los sitios más famosos en el mundo del windsurf por la reputación de sus olas gigantes y fuertes corrientes de pandos arrecifes, se hizo apedrear el auto mientras pasaba por el estacionamiento, y al escuchar que lo madreaban y lo chiflaban, sintió que le temblaban las piernas y se alejó del lugar. Le habían dicho que los nativos eran muy agresivos pero nunca pensó que fueran recelosos a ese punto y dedujo que protegían su navegadero ahuyentando a los navegantes extranjeros. Llegó a pensar también en la posibilidad de que su auto antes perteneciera a algún tipo emproblemado o con cuentas pendientes con algún hawaïano, y que la entrada del Chevrolet azul al estacionamiento había desencadenado una lluvia de piedras, chiflidos, madrazos y escupitajos.
De todas formas, Hookipa era un spot para nativos o navegantes de muy alto nivel y Güendolino no cumplía con ninguno de los requisitos y no tenía los huevos suficientes para zambullirse en la boca del lobo, donde la sola metida al agua se hacía por una estrecha entrada de arena entre arrecifes afilados y azotados por una corriente lateral que hacía semejar el sitio más a un río caudaloso que a una playa de arenas blancas, sin contar con que una vez superada esa prueba, una ola mal tomada o una torpeza de principiante podría costarle, en el mejor de los casos, la pérdida total del equipo, y en el peor, un brazo o una pierna rota, si no era la piel despellejada sobre las narices de los tiburones.
Para el nivel de Güendolino y el de muchos otros novatos que no jugaban en el campo de los grandes, existía Camp One, un spot que quedaba entre el extremo de la pista del aeropuerto, Païa y Kahuluï. La metida al agua era fácil, el viento pegaba en diagonal, había poca profundidad hasta unos doscientos metros de la playa, y las olas no superaban los dos metros. Cada tarde, después del trabajo, se encontraban todos allí, el grupo de argentinos, los más antiguos que llevaban más de un año viviendo en la isla, los nuevos, Güendolino, de vez en cuando se aparecía Agustín, y hasta Pacha, que no era navegante.
En Camp One no sólo navegaba la banda de argentinos, sino muchos otros windsurfistas profesionales, haciendo del lugar un spot mucho más atractivo que Hookipa para turistas que venían del mundo entero a disfrutar del fuerte viento, arenas blancas, y olas transparentes en un agua a más de treinta grados centígrados.
Güendolino Pucio pasaba los viernes y sábados por la noche con la banda de argentinos que lo habían adoptado, y se iban en varios autos para Kihei en busca de bares o discotecas a la caza de mujeres. Había que ver lo que era una banda de veinte latinos sedientos de sexo, inútiles para entablar conversación con mujeres por la barrera del idioma, pues muchos de ellos, no sabían decir más que el buenos días. Al que siempre le iba bien era a Pacha, el único argentino no navegante del grupo, quien engatusaba las muchachas con quien sabe qué cuentos chinos y terminaba llevándoselas a ver el amanecer a la playa, pero el resto del grupo, la mayoría de las veces, se contentaba con emborracharse y hablar de los viejos tiempos, y de lo buenas que son las porteñas comparadas con las gringas. Lo cierto es que en Mauï las mujeres no pululaban, la isla era famosa por sus vientos y olas, atrayendo así una población flotante de surfistas y windsurfistas, y por tener enormes hoteles de lujo con los mejores y más grandes campos de golf. Los deportistas eran en su mayoría hombres, entre quince y cuarenta años, y en los hoteles no había más que viejitos pensionados. La población de jóvenes se encontraban básicamente en Honolulu, la capital del archipiélago, en la isla grande llamada Oahu, famosa por recibir todas las excursiones de muchachas de liceos y universidades, sedientas de fiesta y mucho más. En cambio en Mauï las pocas mujeres que se encontraban solas en los bares eran de dos clases, las que ya estaban emparejadas o las feas. Encontrar una muchacha linda en un bar era como ganarse la lotería y repartirla entre ochenta. En las discotecas no les iba mejor. Tsunami, la que más frecuentaban, quedaba al otro lado de la isla, al lado opuesto de Kihei, y para llegar a ella se necesitaba casi una hora de camino. Para poder entrar, Güendolino había fotocopiado a color su tarjeta de identidad cambiándole el año de nacimiento, lo que hacía de él un muchacho de veintidós años apto para comprar una cerveza. La falsa identificación le había quedado mejor que la original y tan bien hecha que hasta los argentinos del grupo menores de veintiuno le pidieron que les fabricara una.
Una tarde, después de una buena navegada, el Chevrolet azul no quiso pasar la segunda velocidad y a Güendolino le tocó regresar a casa por la berma de la carretera, con las luces de emergencia encendidas, a menos de treinta kilómetros por hora. Durante el trayecto tuvo la suerte de no cruzarse con ningún carro de la policía quien inmediatamente lo hubiera detenido al ver la anormalidad. Alcanzó a llegar a la casa y a estacionar el auto en el patio trasero con el motor humeante y sobrecalentado. Un rápido diagnóstico de Jerome le dio la mala noticia de que la caja automática de velocidades se había atrofiado, y que pensara en comprar otro auto ya que el arreglo podría salirle aún más costoso. Dicho y hecho, al otro día, después de llamar a un taller de mecánica y preguntar por el costo de un arreglo semejante, se enteró que en realidad había que cambiar completamente la caja automática por una nueva, y que con todo y mano de obra, la cuestión costaba más de seiscientos dólares. Si en algo había tenido suerte Güendolino era que precisamente por esos días no tenía ningún trabajo donde cumplir con un horario, y le quedaba todo el tiempo del mundo para buscar un segundo auto. Lo malo era que el viento había empezado a soplar más fuerte y se estaba perdiendo todas esas tardes de navegación, cosa que lo influenció considerablemente cuando compró sin meditar el primer Toyota que le ofrecieron por trescientos dólares. El vendedor, un tipo afanado explicándole que vendía el carro en perfecto estado por motivo de viaje, le llevó el auto hasta la residencia en Païa y se montó en otro donde lo esperaba una mujer con los billetes aún en la mano, tras haber firmado a la carrera el traspaso de la tarjeta de propiedad. En menos de una hora, después de haber hecho la llamada, había conseguido un Toyota Station Wagon color gris, destartalado, pero de caja mecánica. Traspasó sus tablas y equipos del Chevrolet y se fue a la estación de gasolina más cercana a echarle escasos cinco dólares de combustible para dirigirse a Camp One y navegar el poco tiempo de sol que le quedara.
Pocos días después de la compra del Toyota Güendolino fue al aeropuerto dos veces seguidas, la primera a recibir a su muy amigo y compatriota Cacalero, quien venía a pasar dos semanas de vacaciones en la isla, y la segunda, a recibir al maestro del buen vivir, su también muy amigo y compatriota Gutifarra. Antaño formaban un trío que había sido el terror de las playas de Cartagena de Indias y la pesadilla de las langostas del Cabo de la Vela, y ahora se encontraban en la meca del windsurf también para hacer de las suyas, aunque ya el terror iba a ser más difícil difuminarlo porque el nivel de los tres sumados no le llegaba a las rodillas a cualquier windsurfista profesional tomado al azar.
Entre la llegada de Cacalero y la llegada de Gutifarra el Toyota sacó la mano. Una mañana, cuando subía hacia el pueblo llamado Haïkú donde había encontrado otro trabajo temporal de ayudante en obra, le fundió la culata del motor por falta de agua en el radiador. Con la pérdida del Chevrolet y el Toyota, que no le duró más de una semana, Güendolino había tirado a la basura más de mil dólares en menos de mes y medio. Así que para recoger a Gutifarra no les quedó más remedio que alquilar un auto. El patio trasero de la casa se había convertido en un cementerio de autos, y en medio de la celebración de bienvenida de Gutifarra, celebraron también la pérdida de los dos tiestos.
La semana que siguió la pasaron de fiesta. Con el auto alquilado le dieron la vuelta completa a la isla, subieron a la cima más alta del volcán y visitaron Seven Pools, una secuencia de charcos de agua dulce formados por una quebrada de aguas cristalinas y fueron a bucear a los mejores sitios. Se dieron la buena vida. Pero cuando Cacalero se fue, Güendolino volvió a la realidad económica que lo amenazaba y se quedaron sin auto, cruzados de brazos. En vista de que Gutifarra pensaba quedarse un mes entero, decidieron comprar uno entre los dos, y como Güendolino no tenía más dinero, no le quedó más remedio que hacerle un préstamo a su amigo poniendo la cámara fotográfica como garantía. Se compraron una pick up marca Ford, de mil cuatrocientos dólares. La carrocería estaba podrida por la corrosión pero el motor estaba perfecto, y andaba con la suavidad de un carro nuevo. El tercer carro de Güendolino lo disfrutaron hasta más no poder. Sin preocupaciones tiraban los equipos en el platón y se iban a navegar juntos todas las tardes, y cuando no había viento se iban a bucear y a descubrir nuevas playas. No se separaban ni para dormir, pues tanto Cacalero como Gutifarra se hospedaron siempre en la casa de Jerome. No se ajustaba a las exigencias a las que ambos estaban acostumbrados pero por fraternidad con Güendolino, quien era diez años menor que ellos, lo hicieron sin poner problema.
Una noche, se fueron para Tsunami a probar suerte, y al final Güendolino se encontró con un hawaïano busca pleitos que por el sólo hecho de mirarlo repetidas veces había venido hasta donde estaban a preguntar que cuál era el problema. Gutifarra, un poco más experimentado, se hizo pasar por un borracho y le explicó que estaban mirando la muchacha que, precisamente, se encontraba detrás suyo. Al regresar a la casa se encontraron a la pareja de nuevos inquilinos tomando licor en el garage sobre el capó de un Corvette rojo. El tipo, un gringo de baja estatura, camisa esqueleto, lampiño en pecho y entrados los cincuenta, se encontraba dentro del auto buscando una emisora en la radio, y la novia, una cuarentona desnutrida, con tenis blancos, vestida de rosado y con pelo de estropajo, ofreciéndole trago a pico de botella y pidiendo a grito herido que la besara. Bajo la insistencia del tipo, Gutifarra miró a Güendolino, quien había seguido de largo en busca de su cama, le guiño un ojo, se tomó el trago y le hizo el viajado, que, de no ser porque la loca era muy fea y él estaba muy sobrio, la cosa hubiera terminado en la cama.
Unos días antes de que Gutifarra siguiera su viaje rumbo a Honolulu y San Francisco, asistieron a una charla de un monje hindú sobre la teoría de la creación de la tierra y una versión filosófica de la procedencia del ser humano, y antes de que terminara la conferencia, el monje, quien iba a practicar con un voluntario una especie de sesión hipnótica, les pidió a quienes no fueran vegetarianos o pensaran convertirse a partir de ese momento, que se retiraran del lugar, so pretexto de que la experiencia era muy fuerte para quienes no seguían una disciplina espiritual. Regresaron caminando aquella noche y antes de irse a dormir, bajaron a la playa que quedaba a pocos metros detrás de la casa y entablaron la conversación más mística que jamás tuvieron en toda su amistad. En ese tono se despidieron en el aeropuerto, casi con la lágrima al ojo, con la idea de verse a finales del año, de nuevo en el Lago Calima, en donde todo había comenzado hacía algunos años.
La noche que Gutifarra se fue a Güendolino le dejaron anotado un mensaje telefónico, alguien lo había llamado por la cuestión de los anuncios diciendo que intentaría llamar un poco más tarde, y así fue. Se le subieron los colores al rostro y se le hizo un nudo en el estómago cuando a eso de las diez de la noche sonó el teléfono público del corredor, justo a la salida del baño. Era un teléfono público normal, de los mismos que había en la calle, sólo que se encontraba dentro de la casa y hasta para escuchar los mensajes había que echarle monedas. Lo incómodo era que no había ninguna silla donde posarse para hacer visita por teléfono, y cuando la llamada era larga tocaba sentarse en el suelo, con el cable tan estirado que era necesario hablar mirando hacia arriba, para que la barbilla quedara lo más cerca posible de la bocina. La tan esperada llamada de trabajo resultó siendo un policía quien había recibido el anuncio en su buzón y le dijo que estaba terminantemente prohibido hacer ese tipo de publicidades, y que tenía suerte de que estuviera de buen humor y no lo denunciara, y que le sirviera de advertencia, que la próxima vez no sería tan indulgente, y que claro, que cómo no, le respondió Güendolino, que disculpe usted pero es que no estaba enterado, vea usted, que no pensé que fuera prohibido, que yo soy un simple turista, que vine fue a navegar, no más, y que no lo vuelvo a hacer. Si con la despedida de Gutifarra ya estaba bajito de energías, la llamada del representante de la ley acabó por vaciarle la poca que le quedaba.
Quiso desconectarse del mundo, quedarse dormido durante varias semanas y despertarse cuando ya todo se hubiera solucionado, quedarse dormido para siempre y no tener que pagar el arriendo de la habitación, no tener que ir a la tienda de la esquina a comprar comida basura de microondas, no tener que sufrir por no poder comprar el jugo de naranja que tanto le gustaba y que tanto costaba, no tener que verle la cara a Jerome todos las noches cuando salía a hacer la ronda de la casa con los ojos rojos por la marihuana que siempre se fumaba, no tener que estar pensando que la gasolina no le alcanzaría para completar la semana o que el motor lo iba a dejar otra vez tirado en cualquier parte de la isla, no sentirse un completo inútil en materia de mecánica automotriz, o de mecánica, sencillamente, no pensar en que sus padres ya no podían enviarle más dinero puesto que habían vendido hasta los últimos calzoncillos que había dejado, no sufrir más por no tener una mujer con quien compartir las noches de luna, con quien desahogar esa avalancha de romanticismo que lo invadía cada vez que miraba una revista donde tersos glúteos lo hacían sentir el más infeliz de la tierra, el peor conquistador, el peor amante, cuando le tocaba irse a lugares recónditos frente al mar para satisfacer sus deseos recordando viejos tiempos, no tener que sentirse más como el único colombiano del mundo entre una plaga de argentinos cosiatudos y de gringos resentidos, no pensar más que en vez de estar en una isla perdiendo el tiempo debería estar en la facultad terminando la carrera, no tener que sentirse más como un obrero raso e ignorante cada vez que en la obra el capataz lo mandaba a abrir chambas con la pala, o a trasladar los arrumes de tierra de un lado para otro con la carretilla que pesaba un infierno y que con la menor piedra en el camino se volcaba, no tener que pensar más en un regreso catastrófico a su ciudad antes de tiempo en caso de que no fuera capaz de trabajar y ahorrar lo necesario para viajar tan libre como el viento, tan libre como un barco que al soltar las amarras deja atrás su puerto y se va a descubrir otros mundos, a conocerse a sí mismo, no sentirse más como el último de la fila, al que le hace falta el coraje para enfrentarse a las olas, al viento, a las maniobras y piruetas de gran altura con la tabla de medio pelo que compró por afanado, en vez de haber buscado con paciencia una de mejor calidad y mejor precio, porque en las cosas de segunda mano había que tomarse su tiempo, y como el dinero no lo había conseguido con el sudor de su frente pues que qué carajos, que me compro esta tabla ahora y que ya me di cuenta que no es la que necesito, y que cómo diablos hago entonces para venderla y comprarme la roja que ya tengo vista en el almacén, y no pensar más en que debería hacer esto o lo otro, que su mamá le había advertido que terminara el semestre en la universidad y que reservara el cupo por si quería devolverse, y que no mami muchas gracias pero ya no quiero estudiar, que mi camino es ser deportista profesional, y que si no lo hago ahora que soy joven después será muy tarde, y no pensar más en la presión de la maldita sociedad en la que sin un diploma no se es nadie y se está condenado a la mediocridad, la mediocridad de no tener con qué comprarse un auto nuevo, una botella de jugo de naranja, la mediocridad de tener que ejercer un trabajo físico cuando el cerebro no le da para ejercer uno intelectual, por física pereza, porque la pereza es la madre de todos los vicios, como decían las abuelas, y que la pereza se alimenta del que más duerme, y que entre más se duerme más sueño se tiene, y que entre más sueño se tiene más ganas dan de seguir durmiendo, y que si al medio día uno se levanta, como se levantó Güendolino aquella mañana, las posibilidades de encontrar trabajo o hacer algo productivo son nimias, porque al que madruga Dios le ayuda, amén.
Para luchar contra el bochorno de por las noches, Güendolino se había comprado un ventiladorcito de plástico en forma de extractor y lo había colgado de la cama que tenía encima con una cuerda de manera que el chorro de aire le diera directamente en la cara. También había comprado un juego de cama, una almohada de plumas y una neverita portátil. El ventilador era una verdadera turbina ruidosa y lo dejaba prendido el tiempo que estuviera acostado, es decir, más de doce horas por día. Podía perfectamente acostarse a las nueve de la noche y levantarse al otro día a las dos de la tarde. Había días en que a duras penas se levantaba de la cama para ir a tirarse sobre el sofá de la sala a ver televisión, y a esperar a que le diera otra vez sueño para acostarse. La ropa la tuvo siempre guardada en la maleta. Había llevado tanta como para quedarse a vivir toda la vida, pantalones, camisas, medias, zapatos varios. Nunca usó nada. Se bastaba con la pantaloneta que había comprado al día siguiente de su llegada, color negra, para que no llame mucho la atención en la playa, se dijo. Dormía con ella y cuando le tocaba ir a trabajar, se daba un rápido duchazo y se la volvía a poner, trabajaba con ella en la obra, la ensuciaba de tierra y de sudor, y se metía al mar con ella, se le secaba antes de que llegara a la casa, agarraba la manguera del patio y se daba un baño, se quitaba la sal que tenía pegada a la piel y a la pantaloneta, se dejaba secar con ella puesta, se sentaba con ella a ver televisión, y se acostaba sin quitársela. Era parte de él, como el tatuaje en el hombro izquierdo. Los zapatos no los usaba sino para salir por la noche, porque a donde fuera de día, iba descalzo. Entre la camioneta siempre dejaba unas sandalias para no lastimarse los pies en la obra, pero el resto del tiempo, estaba siempre descalzo. En el supermercado, en el Burger King, haciendo compras en la tienda, conduciendo, en la playa, y hasta en el aeropuerto. Cargaba también una camiseta que se la colgaba al hombro en caso de que en algún lugar público le pidieran vestirse. Los primeros días le costó mucho andar descalzo, pero le gustaba tanto y eran tan innecesarios los zapatos que al poco tiempo sus pies se hincharon y la planta de los pies desarrolló una piel gruesa de callos tremendos, que le hacían pensar que sus zapatos se habían encogido cuando se los ponía. La sábana de la cama perdió su color original por la mugre impregnada a la altura de sus pies. Asimismo con los pantalones y las camisas. Si alguna vez se los puso para salir de noche, se sintió como un esquimal, asfixiado, recubierto de miles de trapos que le rascaban la piel y no lo dejaban respirar.
Una noche recibió la llamada de un señor que empezó a hablarle en español y le empezó a explicar que estaba buscando a alguien para el mantenimiento de su piscina y su jardín, y que unos amigos suyos habían recibido el papel con el anuncio y se lo habían transmitido a él, y que si estaba disponible unos tres días a la semana, y que claro les respondió Güendolino, y que le puedo pagar unos doce dólares la hora, que si le conviene, que era más de lo normal, y que sí le respondió, y que dependiendo de cómo le fuera le podía pagar entre quince y veinte dólares, y que cómo era físicamente, empezó a preguntarle el tipo, y que soy de mediana estatura, le respondió, de tantos kilos, de pelo así, que soy windsurfista, y que entonces debes ser musculoso le dijo, y que no tanto, que más bien flaco, pero fibrudo, y cuando le entró la duda de que por qué el tipo le hacía tantas preguntas respecto al físico empezó a decirle que en realidad la casa era muy grande, y que la piscina también, que le tocaría pasar por lo menos toda mañana en ella, y después seguir con el jardín, que tenía muchas plantas y árboles, y que si alguna vez había ejercido de jardinero, y que claro le respondió Güendolino, que me ha tocado hacer de todo desde que estoy aquí en Hawaii, y que qué hacía en la vida fuera de navegar, que empecé la carrera de arquitectura le respondió, y que si tenía novia preguntó con tono de preocupación, y que no le dijo éste, y que si no le molestaba que hubieran mujeres en la casa mientras estaba limpiando en la piscina, modelos, y quizá sin mucha ropa, y que no, no me molesta, le respondió, y que si no le molestaba que hubiera de vez en cuando una sesión de fotos, que en realidad las modelos posaban desnudas, y que no, le dijo, y que a veces también habían otros tipos, con las mujeres, y que si no le molestaba eso, y que no sé, empezó a dudar Güendolino, y que si le molestaba si había escenas un poco eróticas, y que de cuántos centímetros lo tiene de largo, y que normal le dijo éste, que comparado con los actores porno más bien pequeño, y con esto dicho el entusiasmo del tipo cayó como una piedra al fondo del mar, porque el tono en su voz cambió a melancolía y le dijo que anotara sus datos, y que lo pensara unos días y que lo llamara si estaba dispuesto a aceptar el trabajo, y que no se preocupara, que era gente muy seria, muy profesional, que tanto las mujeres como los hombres pasaban por un control de sida, y que no había nada de qué preocuparse, pero que sería una muy buena oportunidad para él, que era buena plata.
En la residencia de Jerome había hecho varios amigos. El primero había sido el suizo con quien compartió la habitación al principio. Casi todas las noches conversaban un rato antes de dormirse y le contaba cómo era la vida en Suiza, que los jóvenes andaban medio perdidos hoy en día, que los de su generación se suicidaban con mucha frecuencia víctimas de la depresión. El segundo era el neozelandés que se la pasaba encerrado en el cuarto leyendo libros de mil páginas que alquilaba en la biblioteca. Era también windsurfista y le había contado que haciendo unas piruetas aéreas, había caído mal al agua y se había reventado un oído, y que tenía que estar en reposo durante dos meses si no quería quedarse sordo de un lado. El tercero fue Jeff, un hippie californiano de unos cuarenta y cinco años, el que repetidas veces le dio de comer cuando estaba escaso de recursos y el que le había explicado en detalle que sostenerle la mirada a los nativos era sinónimo de provocación, más aún si se trataba de alguien del continente. El cuarto fue Jerry, el ratoncito que salía detrás del sofá después de las once de la noche a ver televisión. Por esos tiempos también vivían en la casa las dos muchachas, la danesa y la austríaca. La primera de un metro ochenta, de piel blanca, rubia de ojos azules y labios carnosos, buenos pechos y caderas de matriarca, y hablaba un inglés con acento ruso. La segunda era un poco más linda a los ojos de Güendolino, de un metro sesenta, pelo castaño abajo de los hombros, pobladas cejas y labios tímidos. Se llamaba Nicole. Solían tener conversaciones entretenidas aprovechando que hablaba muy bien en español, pues según lo que le contó, había pasado largas temporadas en México, durante las vacaciones del liceo. Decía que trabajaba en invierno como monitora de esquí en los Alpes mientras duraba la temporada, y que con la plata que lograba ahorrar se iba cada verano para un lugar diferente del planeta. Había estado en varios países en Asia y América del sur, y ahora le había dado por conocer la primera potencia mundial. Había ido a la isla en busca de calor, playas paradisíacas y fauna exuberante. Por las mañanas, cuando compartían la mesa auxiliar para el desayuno, la veía con muchas revistas descuadernadas de la National Geografic leyéndolas en desorden, subrayando por aquí, haciendo anotaciones por allá. Decía que estaba estudiando, y que le faltaba mucho. Le contó que andaba buscando una furgoneta Wolkswagen de segunda para irse a vivir en ella, que era perfecto porque le servía para viajar y para vivir. Mientras tanto andaba en bicicleta, y a fuerza de pedalear había desarrollado unos muslos que a Güendolino se le antojaban apetitosos, pese a que estaba convencido de que tenía la teja corrida y le fastidiaba su pelo en axila. Una vez se la cruzó, iba en su bicicleta, al otro lado de la isla, pedaleando bajo un sol castigador, en una carretera desierta donde sólo carros y polvo eran su compañía, y hasta ahí le llegó la adoración.
Los inquilinos de la casa llegaban y se iban conforme pasaban las semanas, algunos venían por un par de semanas, y otros, por un par de noches. El neozelandés y Güendolino terminaron siendo los inquilinos más antiguos de la casa, aquel verano de 1996. Llegaron a entablar una buena amistad, que de no ser porque en ése entonces no estaba muy desarrollado el internet, hubieran conservado hasta hoy. Una noche, Jerome fue a verlo a su habitación para pedirle que desocupara el patio de sus autos, arguyendo no era un cementerio de chatarra, y que le daba tres días para que se los llevara o que de lo contrario llamaba a la grúa para que viniera por ellos y le descontaba el dinero del depósito por la habitación. A Güendolino no le quedó más remedio que pedirle al neozelandés que lo ayudara. No se le ocurrió nada mejor que sacarlos por la noche, entre las dos y tres de la mañana, y empujarlos hasta el parque vecino y dejarlos abandonados. Era ilegal y lo sabía, pero había visto varias chatarras desvalijadas en aquel parque y se dijo que como su nombre no figuraba en ningún papel, no habría problema alguno. Convencer al neozelandés no fue tarea fácil. Alegaba que la maniobra sería para problemas en caso de que una patrulla de policía los pillara con las manos en la masa. El Toyota lo empujaron fácil y llegaron al parque que se encontraba a unos quinientos metros en un abrir y cerrar de ojos. El Chevrolet fue una pesadilla por su peso y porque la dirección hidráulica no funcionaba con el motor apagado. Mientras duraba la travesía, empujando los carros entre la casa y el parque, tenían que pasar por el semáforo de Païa, y ambos rezaban, el uno en inglés y el otro en español, para no toparse con una patrulla. Ubicaron los autos cerca a unos matorrales y les sacaron todo para tirarlo a la basura y agarrando la cruceta para el cambio de neumáticos, les estallaron los vidrios, salvo el parabrisas que fue imposible romper. Regresaron a la casa pasadas las tres de la mañana y se acostaron, el neozelandés con cara de angustia y Güendolino con cara de haberse quitado un peso de encima.
Al día siguiente se despertó a la una de la tarde, se hizo algo de desayuno y se fue al parque caminando impulsado por la curiosidad de saber qué había sido de sus autos abandonados. Con la disculpa de que iba a surfear un poco, se llevó un morey boogie que había tirado en la maleza del patio. Cuando llegó al parque, notó que ambos autos estaban sobre ladrillos y que los habían desvalijado de llantas y asientos. Se acercó al Chevrolet y vio un papel en el piso y lo recogió pensando que era una carta de los vándalos. Era una carta que le había dejado María del Pilar, explicándole las razones íntimas que la habían motivado a dejar a Agustín tan de repente, escrita en francés. La cogió y se dirigió hacia la playa en busca de un lugar tranquilo sobre la arena para leerla con la música de las olas de fondo. El lugar estaba desierto. Puso la tablita de espuma plástica sobre una piedra para que le sirviera de cabecera y se recostó. Cuando terminó de leerla, la enterró en la arena y una sonrisa dibujó su rostro. Estuvo un rato largo mirando el pasar de las nubes en el cielo y pensando en lo que haría de allí en adelante, ahora que sabía la verdad y conocía los sentimientos de María del Pilar.
Se enderezó después de unos minutos, todavía medio acostado, apoyado sobre sus codos, y vio una pareja de enamorados que caminaban de la mano al borde del agua. Eran jóvenes, entre los dos no sumaban más de cincuenta años. La muchacha era agraciada, de pelo largo y negro, vestida de un short playero y un strapless ceñido al cuerpo que le resaltaba los pechos. Güendolino, a unos cien metros, no pudo quitarle los ojos de encima, y los siguió hasta cuando pasaron por en frente. La muchacha caminaba muy segura de sí misma, reconfortada en sus cualidades físicas, sin prestarle atención a su novio quien le devolvía la mirada a Güendolino con actitud amenazadora. Cuando pasaron justo por enfrente, giró la cabeza para poderlos ver por entre sus piernas, y luego la giró de nuevo a la derecha. A la distancia a la que se encontraba el tipo no podía adivinar qué era lo que estaba mirando Güendolino, y de no ser porque moviera la cabeza para seguirlos al pasar, hubiera podido créer que en realidad lo que estaba mirando era las montañas de atrás. El movimiento de cabeza lo delató. El tipo se le fue encima como toro en embestida gritándole que qué era lo que tanto miraba, que si es a mi novia la que estás mirando cabrón, que cuál es tu problema turista de mierda, y acelerando el paso, antes de que Güendolino reaccionara, le dio una patada en la cabeza.