Doña Martina se despertó a las cinco y media de la mañana gracias a sus dos despertadores estratégicamente ubicados, uno de pilas sobre la mesa de noche, el otro, de cuerda, ubicado en el corredor. El intervalo era de cinco minutos entre uno y otro. El despertador de cuerda era un reloj con forma de astronauta que zapateaba sobre la cómoda de madera haciendo un estruendo insoportable, lo que la obligaba a salir de la cama.
Doña Patricia, en cambio, gozaba de un sueño ligero y se levantaba a la misma hora sin ningún tipo de ayuda para sus ejercicios diarios, subir y bajar las escaleras durante treinta minutos. Se preocupaba por su figura y había decidido mover el cuerpo sin tener que salir del edificio. Por ser la más antigua de los inquilinos se permitía ciertos lujos y poco le importaba que el chancleteo por los escalones despertara a más de uno.
Cuando Graciela la conserje salía de su apartamento con la regadera de las plantas, ya Doña Martina y Doña Patricia atravesaban el portón rumbo a la calle, cada una con su barra de jabón en la mano, y se daban el buenos días entre cortesía e hipocresía. Ahora tenían algo en común : el jaboneador. Graciela cuchicheaba un saludo sin apenas separar los labios y al poco tiempo las alcanzaba en la fila que se formaba frente al negocio.
El local era discreto, un espacio interior angosto, un antepecho de ladrillo y una ventanilla. Se encontraba entre dos locales y de no ser porque la fila de gente llegaba con frecuencia hasta la esquina, nadie hubiera apostado que alguna actividad comercial allí se realizara. Aquel martes no parecía haber mucha gente, unas veinte almas como mucho, quizá porque la llovizna había madrugado también.
Por aquel entonces Tambo era un pueblo pequeño de gente amable y trabajadora. Las primeras noticias del día se formaban en aquella fila donde personas de toda índole esperaban pacientemente su turno con una barra de jabón en la mano. Hasta el director de la gaceta dominical venía con sus babuchas y su levantadora de terciopelo púrpura, antes de que el jaboneador cerrara su negocio a eso de las nueve de la mañana, cuando los locales contiguos empezaban a abrir sus puertas.
ー¿Qué le pasó hoy al tuyo? —le preguntó Doña Patricia a Doña Martina mientras tomaban posición en la fila.
—Se me cayó justo en el riel de la puerta y quedaron estas acanaladuras, ¿y al tuyo? —preguntó a su vez.
—No he podido juntar estos dos pedacitos viejos que tenía y prefiero gastarlos antes que abrir uno nuevo.
Bañarse por las noches, más que una costumbre local, era un hábito impuesto, y la culpa la tenían las vacas de Don Augusto. En Tambo todos debían hacer su aseo personal cuando se ocultaba el sol, es decir, una buena ducha con agua tibia, y no había privilegios o excepciones, hasta el propio alcalde, el señor Güendolino Púcio, debía acogerse a esa práctica. El problema en el pueblo, además de los cortes de electricidad, era la ausencia total de suministro de agua justo entre las seis y las nueve de la mañana.
¿Tomar una ducha antes de empezar el día? Imposible ¿Por qué tanta molestia? Porque las vacas de Don Augusto tenían que pastar. Tambo tenía en la plaza central una estructura metálica, más alta que el campanario de la iglesia, sosteniendo el tanque que suministraba toda la red del acueducto. Se llenaba con el agua que bajaba por la quebrada y se comunicaba con el reservorio por medio de una canal elevada, y antes de rebosar, un sistema alterno repartía el líquido entre varias fuentes y jardines públicos.
—¿Cuál era la relación entre las vacas de Don Augusto y los cortes de agua por la mañana? —se preguntaban los recién llegados al pueblo. Y la respuesta era: la carne.
—¿Cómo que la carne? —añadía, atónita, la mayoría.
Las vacas de Don Augusto suministraban la carne de la única carnicería del pueblo, y si era tan tierna y apreciada por todos era porque Don Augusto conocía mejor que nadie la dieta apropiada para su ganado.
El secreto consistía en dejarlas pastar muy temprano en la mañana, máximo tres horas, y tenerlas a régimen hasta el día siguiente. La teoría de Don Augusto era que las vacas le sacaban tanto gusto al poco pasto que lograban comer que dicha felicidad irradiaba un mejor sabor y suavidad a la carne. De todas formas, ya habían probado lo contrario, las vacas que comían pasto sin control producían una carne insípida y terriblemente dura.
Y para que las vacas pudieran pastar tranquilas debían caminar desde el corral hasta el campo sin ningún obstáculo, lo que hacía necesario desviar la quebrada hacia la laguna por medio de un sistema de compuertas y esclusas.
Nadie había podido convencer a Don Augusto de construir un puente con el fin de que no tuviera que cortarse el suministro de agua al tanque de la plaza. Las vacas sufren de vértigo, dijo, no van a cruzar ningún puente, así que el que quiera comer buena carne que se bañe por la noche.
El jaboneador había prosperado de tal manera que el suceso tuvo resonancia en los pueblos vecinos, más por el impacto social que por la propia actividad del negocio, y gente de otros municipios venía por curiosidad. Cuando Graciela llegó a la fila ya Doña Martina se hacía atender por él.
—Hoy sólo vengo a pedirle un consejo: mi esposo ronca demasiado fuerte y no me deja dormir. ¿Qué podemos hacer? —preguntó Doña Martina.
—El problema es, quizá, que su marido está respirando por la boca mientras duerme, y no por la nariz, como es natural. Le recomiendo que le ponga una cinta en los labios cuando se acueste, así la respiración se hará solo por la nariz y los ronquidos desaparecerán—.
—¡Gracias! ¡Es usted un ángel señor jaboneador!— respondió entusiasmada.
—¿Qué me trae hoy, mi querida deportista?— preguntó él a Doña Patricia.
—Le traigo estos pedacitos para que me los junte.
—¿Todo anda bien en casa?
—Todo marcha bien— respondió ella con una sonrisa para salir del paso.
El trabajo del jaboneador consistía en arreglar los golpes de las barras de jabón, juntar pedazos, arreglar abolladuras y deformaciones, quitarle pelos incrustados, es decir, dejar los jabones como nuevos. La idea de negocio le surgió al siguiente día de haber llegado al pueblo y enterarse sobre los cortes de agua. Adaptó el local exiguo, de apenas un metro de fachada por dos metros de fondo, donde antiguamente existía un negocio de perros calientes. Sobre la calle, un muro a la altura del ombligo y una ventana corrediza que abría de seis a nueve de la mañana. La clientela era básicamente femenina, aunque de vez en cuando los hombres se aventuraban a hacer la cola con la esperanza de regresar a casa con un jabón casi nuevo, brillante y perfumado. Sus herramientas, un torno de manivela que accionaba con una pierna, unas botellas de plástico con algunas resinas misteriosas, un par de cepillos, una navaja suiza, y dos trapos rojos. El jaboneador tenía la delicadeza de envolver la barra de jabón arreglada en papel encerado con una cinta, roja para las mujeres, negra para los hombres. En el borde la ventana, una pequeña alcancía con un aviso que indicaba que la propina era voluntaria, no existían las tarifas. Su trabajo era básicamente darse una ducha pública de tres horas con el torso desnudo y una licra de ciclismo que dejaba entrever el bulto entre las piernas. Un sinvergüenza, decían muchos, un placer para las vistas, decían otras.
—¿Otra vez ahorrando jabón mi querida deportista?—le preguntó el jaboneador a Doña Patricia viéndola llegar con una bolsa llena de pedazos gastados.
—Con lo costoso que está todo ahora, cualquier ahorro es bienvenido, trate de juntar todos estos pedazos sin que se vea muy feo, por favor—respondió ella con su mirada de muchos amigos y el escote de la bata disimuladamente abierto.
La mayoría de sus clientas apreciaba la buena conversación con el jaboneador mientras hacía su trabajo y aprovechaban para deleitarse con su cuerpo de ciclista. Las sesiones, cada vez más largas, se habían convertido en una especie de terapia, donde las personas llegaban a pedirle información sobre toda clase de situaciones. Empezaron a considerarlo el polímata del pueblo, y sin querer pero queriendo, lo convirtieron en consultor empresarial, curandero, psicólogo, astrólogo y hasta poeta, ya que era capaz de dictar cartas de amor a los enamorados necesitados. El único que no se tragaba el cuento completo era el señor alcalde, Güendolino Púcio, quien se creía, por encima del farsante jaboneador, el hombre más culto de la región.
El jaboneador había trazado una línea amarilla sobre el andén donde sus clientes hacían la fila, a unos tres metros de distancia de la persona de turno, de manera que la distancia pudiera preservar la intimidad de la conversación. Una mañana común y corriente, llegaron Doña Martina y Doña Patricia al negocio y se encontraron con un nuevo aviso que rezaba “ver y no tocar”.
—¡Es increíble cómo ha aumentado la fila últimamente! —le dijo Doña Martina a su amiga.
—Dicen por ahí que desde que puso ese aviso, el jaboneador exhibe sus cositas a las mujeres generosas. Incluso he escuchado que hace servicios a domicilio. ¿Usted conoce la teoría de la psicología inversa?
—¿Servicio a domicilio? ¿Hasta dónde hemos llegado?—respondió aturdida Doña Patricia.
—Todo tiene un precio, no lo piense tanto.
—A todo marrano le llega su diciembre —dijo desde atrás el alcalde quien se encontraba haciendo la fila, jabón en mano, pijama y pantuflas.
—¿Usted por aquí señor alcalde? —preguntó Doña Martina extrañada.
—Tarde o temprano a todos se nos cae el jabón —respondió— Pero más que eso, tengo una consulta para hacerle al “polímata” del pueblo, terminó diciendo como si la idea que traía en mente fuera la estocada final para terminar con su negocio. Después de esperar pacientemente la terapia de ambas mujeres, presintiendo que alguna de las dos lo echaría al agua, se presentó frente al jaboneador y sin saludar, dijo:
—Me tomé la molestia de hacer esta fila porque mi esposa, una dama decente como es bien sabido por todos, no soporta la idea de tirar a la basura los pedacitos de jabón que ya son inutilizables, y, además, porque tengo una pregunta.
—¡Buenos días Güendolino! ¡Qué milagro tenerlo por aquí! —replicó el jaboneador con ironía mirándolo profundamente a los ojos.
—Prefiero que me diga Señor Alcalde por favor —respondió observando la licra— Puede explicarme, ¿cómo es posible que mientras todo el pueblo está sin agua en estos momentos, usted se dé una ducha pública de tres horas seguidas?
—Es muy sencillo Güendolino. A nadie se le ha ocurrido que el agua lluvia puede recogerse en un tanque.
—¿Y dónde tiene el famoso tanque que no lo veo?
—Lo tengo instalado en el último piso, debajo de la cubierta, para que la presión del agua sea buena.
—Por supuesto, todos sabemos cómo funciona un tanque de agua por gravedad— dijo el alcalde ligeramente irritado.
—Y le voy a decir otra cosa, Güendolino, por si acaso no lo había notado, el agua de esta ducha sale caliente y el sistema es cien por ciento ecológico.
—¿Cómo así que gastar agua sin discrimación es ecológico?
—Claro Güendolino, el agua lluvia es gratis y nadie va a cobrar por eso. Y déjeme decirle otra cosa, ¿había notado usted que tampoco tengo facturas de electricidad en mi negocio pese a tener agua caliente?
—No lo había notado —respondió apretando los dientes y resoplando.
—Es muy sencillo Güendolino —instalé un calentador solar. Y como el alcalde se quedó sin palabras, añadió: Y también le tengo la solución al problema de las vacas, aunque eso signifique perder este negocio.
—¿A qué se refiere con el tema de las vacas?
—Fácil Güendolino: si a las vacas de Don Augusto les damos pasto en silo, no tenemos que desviar la quebrada que alimenta el tanque de la plaza todas las mañanas, y todos podrán ducharse antes de salir de casa.
—Lo tiene todo resuelto por lo que veo —arguyó el viejo barrigón.
—Claro Güendolino, hay que poner a trabajar el cerebro de vez en cuando. Y por si acaso está pensando en pasarse de vivo, sepa usted que ya firmé un contrato de exclusividad con Don Augusto para suministrarle pasto en silo todos las semanas.
Poco tiempo después de la conversación, las vacas de Don Augusto empezaron a comer pasto en silo y el suministro del tanque de la plaza nunca más tuvo interrupciones. El jaboneador cerró el local como él mismo lo había pronosticado y se dedicó a otros negocios. Ni corto ni perezoso, el alcalde tuvo la idea genial de abrir un depósito de materiales, enfocado básicamente en la distribución de tanques de recuperación de agua lluvia y calentadores solares, todo esto fomentando las nuevas tendencias en términos de ecología. Y para que a nadie más se le ocurriera abrir un negocio disparatado, incluyó en sus artículos el jabón líquido. La gran sorpresa se la llevó cuando recibió el primer cargamento de tanques, calentadores y jabones con la marca El Jaboneador.