El Beso Gourmet

La madrugada del 12 de septiembre de 2001, Macario, el tendero, abrió su negocio más temprano que de costumbre. Era miércoles, día de volquetas. A las 5:30 empezaron a entrar los primeros conductores pidiendo caldo de costilla y huevos revueltos, unos con la huella de la almohada todavía marcada en el cachete, otros con el pelo en recreo y  legaña atrevida. Contó quince cubiertos, dos más que la semana anterior. La tienda, “Rancho y licores Don Macario”, se encontraba en los altos del barrio Bello Horizonte, justo donde la  línea sobre el mapa separa el Distrito Capital de Cundinamarca. Un lugar estratégico, dentro de la urbe pero bajo las leyes del departamento. La calle 187, que conectaba Bogotá con La Calera, se había convertido en el atajo predilecto de las volquetas que sacaban la tierra del monumental proyecto inmobiliario La Reserva, unos cuantos kilómetros pasado el alto. 

El último volquetero terminó de desayunar con los primeros rayos del sol. Dejaban el piso lleno de la tierra que traían en sus botas, y antes de ponerse a limpiar, Macario decidió abrir el periódico y tomarse un café. “Allah 1 – Jesús 0” decía el titular refiriéndose a los atentados de las Torres Gemelas. Eso lo despertó más que el café, lo bajó a la realidad. No tanto por la tragedia que tanto marcó las almas del mundo entero, sino por la llegada de Valentina, la bailarina. Tenía que dejar todo listo para poder ir a recogerla al aeropuerto antes de las seis de la tarde. Comprar el licor, el hielo, organizar el bar, cuadrar la caja. Tenía un problema con el sonido y las luces y como su eléctrico conocido estaba por fuera de la ciudad, sabía que iba a ser una tarea difícil encontrar alguien de confianza, capaz de reparar el sistema a tiempo para la función de la noche; una carrera contrarreloj. 

Valentina, la bailarina, salió por las puertas de vidrio de la zona de maletas tan radiante como él la recordaba. Llevaba dos maletas grandes y un pequeño. Habían pasado doce años desde que se había ido a Praga y había regresado casi igual, sino fuera por el bebé que llevaba en sus brazos. Se abrazaron en silencio como si el mundo se fuera a acabar en ese instante, y se saludaron después. Se subieron al taxi rumbo la casa de su madre. 

Don Ausencio, el líder del barrio, llegó a las nueve de la noche a la tienda de Macario, “Rancho y licores Don Macario”, acompañado de su guardaespaldas. El escolta estacionó la camioneta blindada en el lote baldío de enfrente, en el lugar de siempre, de tal modo que pudiera ver a su jefe sin bajarse. Aunque en la barra no había nadie sentado, no le quitaba el ojo. Julieta, la de una teta, atendió a Don Ausencio y le sirvió un trago de aguardiente y una copita con zumo de limón. En la tienda no había mucha gente, cinco o seis obreros tomando cerveza con la colección de botellas sobre la mesa. Hablaban fuerte y se reían mirando la que atendía detrás de la barra. Se sentían más machos estando en grupo pero, a la hora de la verdad, ninguno era capaz de acercársele individualmente. 

Julieta había tenido un accidente vehicular durante su pubertad y había perdido un seno, que había reemplazado con una prótesis que nunca se quitaba por fuera de la casa. Este incidente le había forjado un carácter que era inversamente proporcional a su estatura. Era una mujer bajita, bien tallada y agraciada, y cuando se transformaba en la bailarina del striptease que la había hecho famosa, todos olvidaban la fiera que llevaba por dentro.

El enano Maximiliano llegó un poco antes de las diez. Por la camioneta negra blindada supo que Don Ausencio estaba al interior. Saludó a Julieta con un movimiento de cabeza y se sentó de inmediato junto a él y le dijo:

―Patrón, ¡cómo le queda de bien esa camisa! ¿Está estrenando?

Los que estaban por debajo, económicamente hablando, lo llamaban El Patrón, los que estaban igual, Doctor, y los que estaban por encima, Ausencio a secas. Al enano Maximiliano le tocaba triple dosis. No sólo era más pobre, sino tenía la mitad de su estatura, y como si fuera poco, trabajaba para él, ya que era uno de sus distribuidores principales. 

Don Ausencio, impasible, cogió el salero y se echó una buena cantidad en la mano, se la metió a la boca, se tomó el trago de aguardiente entero y terminó con el zumo de limón sin hacer una mueca. Sin apartar la mirada del escaparate le contestó:

―¡Déjese de maricadas! ¿Tiene lo mío?

―Esta noche le cuadro lo suyo Don Ausencio, no se preocupe. Usted sabe que a veces me demoro un poquito pero siempre le cumplo. ¿Va a entrar esta noche?

―¿Alguna novedad?

―Lady Queen estrena un nuevo show, tenemos bailarinas invitadas, una rusa que le va a sacar callos en las manos ―respondió el enano Maximiliano, y diciendo esto le hizo un gesto a Julieta para que le sirviera un trago al patrón, y otro a él. 

“El Beso Gourmet” era un burdel conocido en el norte de Bogotá. Se había caracterizado por tener las mujeres más frescas de la ciudad, el promedio no pasaba las diecinueve primaveras. Rubias postizas en su mayoría, eran todas neófitas de la tropa de Lady Queen, el mejor travesti que la Academis había generado. Había ganado catorce veces el Concurso Nacional de Transformistas, nueve el de Drag Queen Performance, y dos el de Brillando Chapas, concurso extraoficial de Champeta y Reguetón realizado en La Feria de Cali.

La reputación de El Beso Gourmet había alcanzado un eco internacional, más de la mitad de sus clientes eran extranjeros. El show era una revista musical en tres partes. Julieta salía en la primera. Su presentación era una adaptación de la famosa película en la que una mujer sentada se echa encima un baldado de agua fría. Pocos hombres habían tenido el privilegio de llevársela a la cama, pero, aún así, el rumor de su prótesis había sobrepasado las fronteras de la capital. Tenía formación de bailarina clásica pero debido a su baja estatura (dos centímetros por debajo de la estatura requerida para pertenecer al ballet nacional), nunca pudo realizarse como bailarina profesional.

La segunda parte del show era un poco más intensa. Lady Queen salía acompañada de sus jóvenes bailarinas, que poco a poco la iban despojando de sus ropajes, hasta quedar en trusa de malla, casi desnuda. Su verdadero nombre era Rodolfo, pero una vez en la tarima, nadie podía adivinar siquiera la “R”. Tenía un cuerpo perfecto y lo cultivaba todos los días pasando largas horas en el gimnasio para parecerse a su  ídolo: Dita Von Teese. Su mayor talento, además de su belleza física, era su forma de bailar. El día que Don Ausencio la vio por primera vez bailando “Like a virgin” de Madonna, le tocó ir al baño a descargar un cartucho. Sus movimientos eran más sensuales que los de todas las demás bailarinas juntas, y su físico ayudaba a hervir la sangre de los espectadores. Pelo negro, piel blanca, brazos y piernas largas, senos medianos y firmes como dos melones, nalgas redondas y tersas como melocotones, pies y manos delgadas, cintura de hormiga y una entrepierna que podía engañar el mismísimo pontífice.

La tercera parte ya era con todos los juguetes. Las jovencitas que  acompañaban a Lady Queen salían disfrazadas de enfermeras, de colegialas o de policías, y se iban quitando la ropa al compás de la música hasta quedar completamente desnudas. A estas alturas del show, los que no habían ido al baño durante la segunda parte, dejaban su silla atrás para dirigirse a los toilettes y calmar las ganas. Las jovencitas se divertían viendo la procesión. Se reunían en el camerino y le apostaban al cliente que primero se levantara. Lady Queen, que ya estaba más allá del bien y del mal, las dejaba jugar con eso, y acertaba en las pocas ocasiones en que participaba.

El que traía la noticia del ganador era Tranquilisario, el bobo. Era el encargado de la puerta así como de controlar el santo y seña y la seguridad del burdel. Medía casi dos metros, tenía el pelo esponjoso y negro, los dientes pequeños y separados y unas manos tan grandes que podía matar un rottweiler de una bofetada. Al final de la tercera parte se dirigía hacia el camerino con una sonrisa en la boca y frente a las bailarinas, algunas todavía desnudas, les anunciaba con un gesto teatral el ganador de la noche. Su premio era salir de allí con los cachetes marcados de colorete. Rodolfo, su hermano, le había conseguido el trabajo cuando el burdel estaba en sus inicios, a principios de los años noventa. 

Julieta era la encargada de instigar las jovencitas para que siguieran con el after show. Unas salían a bailar en las barras verticales en medio de las mesas con tanga brasilera y las tetas al aire y otras salían a la zona de distención, la sala del beso gourmet. Contiguo a los baños, al fondo, había un cuarto con una potente luz negra que provenía del techo al que se llegaba después de atravesar una pesada cortina roja en terciopelo. Sus paredes eran blancas y lisas, y formaban un cuadrado. La única decoración de los muros eran unos pequeños orificios por donde los hombres se apresuraban a meter sus penes. Del otro lado del muro las jovencitas se encargaban del trabajo incógnito.

Sergio, el detective, tenía que encontrarse en la tienda con Don Ausencio, éste lo había llamado un par de horas antes para ponerle cita y no se podía negar. Llegó a las nueve y media pasadas, con sus perros en la camioneta, se estacionó al lado del escolta, lo saludó con la mano, y entró a la tienda. Junto a sus pantalones bombachos de bolsillos laterales, su nuevo perro alfa caminaba en perfecta sincronización con su amo.

―¿Y éste es nuevo? ¿Cómo se llama?

―Kien–respondió Sergio el detective antes de poder sentarse en la butaca.

―Como que ¿quién?, ¡pues éste!― dijo señalando al animal.

―Se llama Kien, Don Ausencio, pero con K.

―No me venga con pendejadas de Sherlock Holmes, no me crea tan guaso.

–Don Ausencio, es en serio, se llama Kien― le contestó Sergio el detective sosteniendo la mirada.

―Está bien, está bien. Cuénteme, señor detective privado, ¿cómo va lo nuestro? ¿Ha podido averiguar algo?

―Vamos bien, vamos bien. No se preocupe Don Ausencio que yo le cumplo.

―¡Otro!

―¿Otro qué? 

―Otro que me sale con que yo le cumplo― replicó. Hace media hora el enano Maximiliano me salió con la misma excusa, y ahora, ¿usted también?

Sergio, el detective, había pertenecido al cuerpo de la policía durante tres años. Solo tuvo cargos de oficina, y lo echaron porque en algún momento su jefe directo, que era gay, lo acusó de ser gay por no querer tener una relación con él. Se había dedicado entonces a prestar sus servicios de detective privado. Su gran pasión eran los perros. Vivía a las afueras de la ciudad, en una casa-finca donde criaba una treintena de perros de pedigrí, una raza particular dotada de un olfato poderoso. Había convertido su pasión en una forma de negocio, pues sus principales clientes eran las empresas de seguridad, los aeropuertos, y la policía. Criaba perros amaestrados y los vendía según su especialidad olfativa. Unos detectaban droga, otros explosivos. Vender un perro era como vender un hijo. El ejercicio, que sucedía con alguna frecuencia, era tan rentable, que le tocaba armarse de indiferencia para poder deshacerse de uno de ellos. Kien se había sentado entre los dos, estaba ansioso, no le quitaba la nariz al pantalón de Don Ausencio. Sergio, el detective, sabía muy bien que en los bolsillos llevaba más de 300 gramos de cocaína, pero lo que no sabía era que la tercera parte era para su propio consumo. Eso lo sabría mucho más tarde, cuando se diera cuenta que por la venas de Don Ausencio no corría sangre sino cocaína líquida.

Nos subimos a un taxi de esos amarillos que hacen una fila extraordinaria esperando pasajeros en el terminal del aeropuerto, y para mi sorpresa, el chofer era una mujer. Me sentí a gusto. Macario metió las maletas en el baúl, muy caballeroso con la taxista, y se sentó a mi derecha. Me contó que la marca del carro, desconocida para mí, era china, y que había salido muy buena según decían por ahí, pero que eso no tenía ninguna relación con que nuestro chofer fuera una señora. Le pidió que nos llevara al barrio El Codito, Séptima con 187. Conforme íbamos subiendo por la Avenida El Dorado, los recuerdos de la ciudad iban regresando. Era maravilloso ver cómo los cerros orientales, de los cuales sólo adivinaba la silueta en la noche clara, seguían produciendo esa fuerte emoción en mí. 

Tomamos la NQS hacia el norte y la señora decidió subir hacia la carrera séptima por la Avenida Chile. Mala ruta. Nos topamos con una manifestación de no sé qué universidad nocturna y por poco nos apedrean. Un tiroteo con balas de salva. Esquivando llantas  quemadas en la mitad de la calle y chorros de agua proyectados por los camiones de la policía antimotines, la señora logró sacarnos de aquel bochornoso episodio de bienvenida. Tomamos la Calle Real y nos fuimos derecho. En mi época, la ciudad se terminaba, casi abruptamente, a la altura de la calle 170.

Doce años después, había que sobrepasar la 190 para empezar a sentir el desvanecimiento urbano frente al campo. Eran barrios desconocidos para mí. Doblamos a la derecha en una esquina de gigantescos asaderos de pollo y tomamos la calle hacia arriba, hacia la loma. No quise preguntarle nada a Macario pero me sorprendía que nos estuviéramos adentrando en un sector más bien popular, no me imaginaba a un abogado de su categoría viviendo en un barrio estrato dos. A medida que íbamos subiendo, las calles se iban estrechando, y las fachadas de las casas nos iban encerrando, ocultando el cielo. 

Llegamos al final de la calle pavimentada y seguimos subiendo con dificultad. Los adultos que cruzábamos nos miraban derecho a los ojos, como preguntando ustedes qué carajos hacen por aquí. Los niños, en sus juegos callejeros, eran los únicos para quienes el taxi era un objeto transparente, sin importancia. Dos curvas arriba de la última casa, llegamos a la tienda “Rancho y Licores Don Macario”, y estacionamos frente a la entrada.

 Macario, con un dejo de vergüenza, me fue contando durante el trayecto que la vida le había reservado un futuro diferente al que había planeado. No había logrado establecerse como abogado y después de manejar un taxi unos años, había optado por abrir una tienda.           

Su primera tienda estuvo ubicada durante mucho tiempo en las calles aledañas a la plaza de mercado del Siete de Agosto. Allí había conocido al enano Maximiliano, y éste a su vez le había presentado a Don Ausencio. El primero se había especializado en los sitios nocturnos, el segundo en los productos de consumo de los sitios nocturnos. Buscando escapar de la legislación de la ciudad, el enano Maximiliano y Don Ausencio se habían asociado para crear un sitio que pudiera satisfacer la sed de sexo, música y drogas, de una población masculina cada vez más exigente. Le propusieron a Macario que se ocupara de un negocio fachada, una tienda de barrio.

El local era angosto y largo. A un costado la barra y al otro las mesas y sillas de plástico. Al principio pensé que era una broma de mal gusto. Los borrachos me desvistieron con la mirada y me refugié tomando a Macario por el brazo. Era como una especie de túnel, muro a la izquierda, ventanas a la derecha. Parecía nunca acabar. Al fondo un tipo con cara de matón nos observaba desde la entrada y yo me imaginaba cualquier escena digna de El Padrino cuando noté su compostura y reparé en su diente que brillaba tanto como sus anillos. Al mismo tiempo, un enano salía por entre una nevera al fondo, custodiada por un gigante. 

―Llegan justo a tiempo ―dice el enano mirándonos con una sonrisa.

―Te presento a Valentina la bailarina ―replica Macario.

Con una sonrisa fingida y mostrando el más grande interés, me agacho para darle la mano al enano. La idea de verlo salir por la nevera ocupa todos mis pensamientos.

―Don Ausencio, le presento.

―Mucho gusto ―responde. Hasta que por fin la conocemos. ¿Entramos?

Sentí la mano fría y húmeda del viejo con cara de matón, no pude evitar imaginar qué tantas cosas buenas habría hecho con esa mano. Con gesto caballeroso, el gigante que custodiaba la nevera nos hizo señas de que podíamos seguir. Al parecer la nevera era la entrada a una sala oculta al fondo de la tienda. Me pareció muy divertido, pero me esforcé porque no se notara. El matón y el enano entran primero y aprovecho el momento para decirle en voz baja a Macario que estaba esperando que me llevara a un sitio nocturno, no a un bar de mala muerte, un escondrijo fuera de la ley.

―No te preocupes, estás conmigo, relájate y disfruta, es una sorpresa. Y no olvides que la contraseña de hoy es “Dama blanca” por si quieres salir y volver a entrar.

Cuando nos tocó el turno de entrar, el gigante de la puerta nos esperaba con sonrisa de oreja a oreja, tenía una expresión infantil en el rostro. El enano Maximiliano, Don Ausencio y Macario entraron como Pedro por su casa, y a mí me revisó el bolso y me pidió la contraseña.

―Viene conmigo― le dice Macario a Tranquilisario– Déjela entrar.

La música me sorprendió. Nunca había escuchado algo parecido. Sentí que mi cuerpo rejuvenecía. Algo en el ambiente  me gustaba, no sabía si era el olor o la luz. La gente se veía calmada pero a la vez se sentía una energía vigorizante, como una fuerza interior en cada uno. Al ver el escenario apagado me di cuenta que estábamos en un intermedio del show, o que todavía no había empezado. Nadie nos miró al entrar, salvo una persona que estaba detrás de la barra del bar, a la que no pude reconocer. Escuchamos un grito que retumbó en el recinto como el sonido del micrófono cuando tiene repetición en un parlante. Me di vuelta a mirar de dónde venía y antes de comprender, tenía encima mío una melena colgada de mi cuello. Era Julieta.  Vi sus lágrimas brotar des sus ojos penetrantes, y antes de pronunciar alguna palabra, sin darme tiempo, volvió a abrazarme. Me miraba como si estuviera viendo al fantasma de su difunta madre, y yo la miraba como si estuviera viendo mi mejor amiga de la universidad, antes de que me robara un novio. Me dijo que en un rato volvía, que tenía que abrir el show en cinco minutos, pero que cuando estuviera en el bar, tendría más tiempo para hablar, que teníamos muchos años de conversación por recuperar. 

Se sentaron en una de las mesas centrales y pidieron trago como para tres días. El show empezó con Julieta a las once de la noche. El Beso Gourmet estaba casi  lleno, cuarenta y siete mesas ocupadas. Las meseras, que iban desfilando medio calatas sobre patines por todo el recinto, completaban las atracciones visuales. 

A la media noche salió Lady Queen al escenario con su tropa. El enano Maximiliano había hecho un estudio sobre el consumo de licor durante el show y había constatado que las mejores ventas se realizaban durante su presentación. Uno de los que más participaban en subir el promedio era Don Ausencio que se tomaba un trago cada vez que el travesti levantaba la pierna o se ponía en cuatro de nalgas hacia el público. Al final de la noche estaba tan borracho, que mandaba a traer al guardaespaldas para que le secuestrara a Lady Queen y la metiera en la camioneta. Ella se dejaba sin ofrecer mucha resistencia. Sabía que terminaría con un buen fajo de billetes en su liguero aunque con un leve ardor en el ojo. 

El enano Maximiliano prefería a Rodolfo. Siendo el propietario de El Beso Gourmet, siempre encontraba la manera de someter a cualquiera de sus empleados para satisfacer su apetito sexual, fuera hombre o mujer. Pero lo que más se movía en el burdel no era el sexo ni el alcohol sino la droga, y en especial, la cocaína. Definitivamente, era lo más rentable. El licor y las bailarinas inducían al consumo del polvo blanco. Don Ausencio conocía muy bien la fórmula ganadora, las sietes leyes espirituales. Uno, el hombre busca diversión, un lugar donde haya mujeres. Dos, mujercitas provocativas bailan frente a él. Tres, se le seca la garganta. Cuatro, pide un trago. Cinco, como se siente un poco cohibido, pide otro. Ya entrado en calor, el hombre se deja llevar por la emoción y pide más y más trago. Seis, se emborracha. Siete, como quiere seguir con la faena, busca algo que le corte la embriaguez y le permita seguir bebiendo. Ahí es donde entra Don Ausencio. Y el polvo se vende solo. Las meseras llevan los senos atiborrados de bolsitas, y los clientes son felices sacándolas y reemplazándolas por billetes. Se vende otro tipo de polvo también, pero para ése hay que bajar al sótano y meterse en un nicho privado, de esos que por ventana tienen una pintura en la pared con un cielo extraordinario.

Esa noche, Don Ausencio sólo tenía ojos para Valentina la bailarina. Aunque estaban sentados en la misma mesa con Macario y Sergio el detective, no logró intercambiar una sola palabra con ella. Parecía muy interesada en la conversación que tenía con Macario, se notaba a leguas que eran cómplices, que se conocían de antaño. Durante el show, intercambiaban comentarios al oído, se reían. Don Ausencio, sin poder hacer mucho, empezó a beber más de lo acostumbrado. Lo invadieron los celos. Empezó a imaginar que Valentina la bailarina y Macario eran pareja. Durante media hora desapareció de la mesa, y tampoco se volvió a ver a Lady Queen. Nadie notó su ausencia, salvo su guardaespaldas que había cedido su puesto en la camioneta para que su patrón hiciera lo suyo. Cuando regresó, no fue capaz de volver a sentarse en la misma mesa, se quedó en el bar. Su puesto lo tomó Lady Queen. Macario los presentó. Afinidad a primera vista. Armaron una conversación tan animada entre los tres que Sergio a su vez se sintió excluido, y fue a parar al bar, junto al patrón.

– ¿Ya me tiene el dato del coronel? –preguntó Don Ausencio.

–Ya tengo el nombre, pero no he ubicado todavía su domicilio.

– ¿Y qué está esperando para conseguirlo?

–Estoy esperando que un viejo amigo, que hace parte de su cuadrante, me dé la información esta semana. Lo que pasa Don Ausencio, es que el hombre anda muy bien escoltado y es muy difícil montarle la perseguidora.

–No lo siento muy interesado en el caso Sergio. ¿No le interesa el billete?

–Claro que me interesa, calle esos ojos.

El proyecto de Don Ausencio era poder hablar con el coronel encargado de la zona rosa de la capital, donde pululaban los bares y las discotecas. Tenía pensado ofrecerle un porcentaje de las ventas si lograba meter a sus distribuidores en el sector. En caso de que se negara, le haría una propuesta que no podría rechazar, pero para eso necesitaba conocer su domicilio y a los integrantes de su familia.

A las cuatro de la mañana, una hora después de terminada la tercera parte del show, los clientes empezaron a desalojar el lugar. Tranquilisario, acompañado de Kien que había montado la guardia a los pies de la nevera esperando la salida de su amo, despachó al último cliente poco antes de las cinco. Sólo quedaban en una mesa, Macario, Valentina, Rodolfo y Julieta. Parecía como si el tema de la conversación nunca se les fuera a acabar. El enano Maximiliano no se vio más, andaba detrás de la barra cerrando la caja, haciendo cuentas y alistando el efectivo para pagarles a las chicas. La música no sonaba ya, las luces se prendieron, sólo se oían los motores de los extractores.

–Mira Valentina, no es el cabaret más grande de París, pero puede resultar interesante si deseas ganar algo de dinero, para empezar –le dijo Rodolfo.

–No me anima mucho el ambiente que hay detrás del show, demasiado libertino el asunto. Además, tengo un hijo que cuidar.

–Puedes venir sólo para hacer la parte de tu show y te vas, no tienes que quedarte –replicó Macario.

–Voy a pensarlo –terminó diciendo Valentina la bailarina. –Habría que pensar en qué tipo de baile podría hacer, qué coreografía crear, y con qué música…

–Para eso estoy yo querida –dijo Julieta. –No te preocupes.

–Yo me encargo de hablar con el enano Maximiliano y con Don Ausencio –dijo Macario.

Valentina y Rodolfo quedaron de encontrarse todas las tardes durante la siguiente semana para preparar la coreografía que harían juntos. Llegaban a las dos de la tarde y ensayaban hasta las cinco, hora a la que empezaban a llegar los primeros clientes, generalmente los maridos que se pegaban la escapadita después del trabajo. Don Ausencio no se perdió un sólo ensayo. Llegaba a las cuatro de la tarde, se sentaba en una mesa central con una botella de agua mineral, y se marchaba sin hacer el más mínimo ruido. Como Valentina la bailarina y Rodolfo ensayaban sobre la tarima con los proyectores y demás luces encendidos, no podían ver lo que pasaba en la oscuridad de las mesas. Otro que asistía a los ensayos era Macario, se metía a la cabina de la música para controlar las canciones y los juegos de las luces. La única que se daba cuenta de la presencia de Don Ausencio, era Julieta, pero como alguna vez había sido víctima de las necesidades carnales del viejo, no se atrevía siquiera a dirigirle la palabra, prefería evitar todo contacto. Al fin y al cabo, era socio del negocio y podía estar el tiempo que quisiera y cuando le diera la gana.

El teléfono de Sergio sonó, era Don Ausencio:

– ¿Cómo va el superdetective?

–Don Ausencio, estoy de un pelo –lo interrumpió.

–No lo llamo para eso hombre, ¡déjeme hablar! ¿A usted le interesa un dinerillo extra? Le tengo una misión, es algo fácil.

–Cuente no más, cuente.

–Quiero que averigüe si Valentina la bailarina y Macario andan juntos. Pero quiero pruebas de verdad, fotos, videos, cualquier cosa.

– ¿Y cómo vamos ahí?

–Le doy cuatro palos, dos ahora y dos con las fotos.

–Y si no consigo fotos o demostrar que son pareja, ¿cómo hacemos?

–Pues se jode maestro. ¿Camina o no?

–Para antier es tarde Don Ausencio, nos vemos esta noche y cuadramos.

La noche en que Valentina la bailarina cumplió un mes de haber integrado el elenco del show de El Beso Gourmet, algo inusual sucedió. Don Ausencio no llegó temprano como de costumbre, y Tranquilisario no estaba junto a la puerta de la nevera. El guardaespaldas había sido hospitalizado por problemas estomacales, al parecer, había abusado del bofe y la chunchulla. No teniendo más remedio en una noche crucial como ésa, Don Ausencio había recurrido a Tranquilisario. Era su comodín en esos casos. Debía recoger una mercancía en un barrio popular al sur de la ciudad y necesitaba la corpulencia de un bobo sin mucho cerebro para amedrentar a cualquier avispado que quisiera sabotear la situación. Tranquilisario se ganaba en tres horas lo que normalmente se ganaba en tres noches. Lo acompañaba en la camioneta blindada, se bajaba con él, la mano entre el gabán para ocultar el fierro, se quedaba siempre detrás del patrón, sin abrir la boca, y se ponía las gafas de sol para que nadie pudiera ver su mirada inocente. Una pantomima que Don Ausencio ya tenía bien montada.

Regresaron justo para la presentación de Valentina la bailarina. Don Ausencio se sentó en el bar y Tranquilisario retomó su puesto en la puerta de entrada, el enano Maximiliano lo había reemplazado ya que le interesaba que el patrón pudiera completar la diligencia. El negocio era compartido. El que nunca quiso meterse con eso fue Macario, le daba terror. Sergio el detective, aprovechando la concentración de Don Ausencio en las curvas de Valentina la bailarina, cruzó la puerta de la nevera para poder hablar con Tranquilisario.

– ¿Dónde estaba? –le preguntó Sergio.

–Donde mi papá haciendo un mandado.

–Deje de hablar mierda Tranquilisario que usted ni siquiera tiene papá. Yo sé dónde estaba, mejor dicho, sé con quién estaba.

– ¿Y cómo sabe?

– ¿Usted sabe qué es un detective Tranquilisario?

–Más o menos.

–Le doy un millón de pesos si me anota aquí en la mano la calle donde fue a hacer la vuelta. –Sacó un fajo de Jorge Isaacs y se lo metió al bolsillo del gabán, donde antes tenía el muñeco.

–No tengo ningún nombre, sólo le puedo dar la calle y la carrera.

–No se preocupe que Kien se encarga del resto –respondió Sergio.

–No tengo con qué escribir.

–Ya le traigo un lapicero –dijo, y salió hacia su camioneta.

Regresó con el animal a sus pies y con la punta del bolígrafo señaló los pantalones de Tranquilisario. El perro se acercó para olerlo allí donde le había indicado su amo.

– ¿No se supone que soy yo el que le va a escribir a usted en la mano? ¿O es que me va a escribir algo en el pantalón?

–Tranquilo Tranquilisario, es para Kien.

Y diciendo esto, le anotó en la mano la calle y la carrera. Acto seguido, Sergio subió al perro a la camioneta y arrancó calle abajo. Sólo le faltó poner la sirena en marcha, pero ya no tenía.

Se demoró un buen rato en encontrar la dirección indicada, muchas calles en diagonal y la falta de señalización habían complicado la tarea. No tuvo más remedio que bajarse y preguntar en una tienda. Cuando por fin dio con la calle, tuvo la precaución de estacionarse a unas dos cuadras de distancia para no levantar sospechas. Se bajó de la camioneta acompañado de Kien y le pidió que lo llevara a la puerta de la casa donde se encontraba el señor que buscaban. Su olfato era realmente impresionante. Empezó a caminar derecho como si tuviera enfrente un pato recién bajado del cielo a punta de escopeta, ni siquiera las marcas que otros perros habían dejado por la calle lograron despistarlo. Lo llevó a una casa pequeña, recién pintada de blanco y verde. La fachada era estrecha, una puerta de garaje, la puerta peatonal y una ventana. Buscó el timbre y apretó el botón. Nada. Esperó un minuto y lo apretó de nuevo tres veces. Nada. No se veía ninguna luz prendida. Se dio por vencido y le dijo a Kien que regresarían a la camioneta. Se fue alejando y al cabo de unos metros escuchó una voz femenina. 

– ¿Quién es?

–Buenas noches, estoy buscando al ingeniero– respondió Sergio.

– ¿De parte de quién?

–Vengo de parte de Don Ausencio.

Sergio se sorprendió que la señora le hubiera hecho la segunda pregunta. Le habría podido responder, a esa hora de la noche, que sencillamente ahí no vivía ningún ingeniero. Al no conocer el nombre de la persona que estaba buscando, no había pensado nada más original que llamarlo “ingeniero”.

–Aquí no vive ningún ingeniero –terminó diciendo la voz femenina del otro lado de la puerta metálica y se alejó.

Fue en ese momento que Sergio cayó en cuenta que no conocía el santo y seña, y así era imposible ser atendido. Dio media vuelta y regresó donde lo esperaba el patrón.

Durante el camino de regreso a El Beso Gourmet, se fue pensando en la manera de averiguar los datos del mayorista de Don Ausencio. Quería llegar a la fuente, quería quedarse con el negocio, correrle la butaca. Estaba cansado de trabajitos de pacotilla. Lo único bueno que le había quedado de su experiencia con la policía eran los contactos que había hecho y que cultivaba con emprendedor aliento. La cabeza le daba mil vueltas pensando en eso, estaba estresado y ansioso, necesitaba algo para relajarse. Tranquilisario lo recibió como siempre con una sonrisa y le preguntó:

– ¿Cómo le fue? 

–Se me borró la dirección antes de llegar, Kien me lamió la mano y no caí en cuenta que tenía eso anotado allí.

–Pues no le puedo devolver su plata detective, pero si quiere le doy un besito de consolación.

–Deje así, prefiero que me lo dé alguna chica al interior.

Y diciendo esto, abrió la puerta de la nevera y entró al burdel. Lo recibió Don Ausencio con cara de circunstancia, se veía preocupado.

–Sergio, usted está metiendo las narices donde no debe –le dijo serio.

– ¿A qué se refiere? –respondió tratando de disimular el asombro. No era posible que Tranquilisario lo hubiera echado al agua. En un cuarto de segundo, mientras el patrón preparaba la siguiente pregunta, alcanzó a imaginar una respuesta para salirse por la tangente.

–Usted tiene que meterse por un ladito Sergio. Para este caso, no creo que pueda averiguar mucho sobre Valentina la bailarina y Macario si se mete de frente, es decir, si aplica la técnica del perfecto hombre invisible. Tiene que meterse de pies y cabeza. Métase de lleno, lo único que le prohíbo es que se la meta a ella. Vuélvase su amigo, de él también. Integre el primer círculo. Vuélvase gay, haga lo que sea, pero yo necesito saber si Macario se la está clavando, porque el desgraciado me dijo que eran compañeros de universidad pero yo los veo muy entusiasmados, muy cómplices y abrazadores. Cuando hablan no dejan de tocarse, y ella lo abraza más que niña estrenando peluche. Macario me dijo que la hembra estaba recién llegada del extranjero, que se había separado hacía poco, que estaba sola, que le hiciera el viajado. Si el Macario me está mintiendo, chao, y me quedo también con la tienda.

Sergio se tomó la misión tan apecho, que decidió volverse gay de la noche a la mañana. Para eso tuvo que consultar un amigo de adolescencia que vivía muy cómodo con su homosexualidad y con quien había mantenido un cierto contacto. Éste le dio un par de consejos sobre la forma de vestir, la forma de hablar, y sobre todo, la forma de mirar. La clave estaba en los ojos. Aprovechó también para regalarle una protección de celular con la bandera del arcoíris. El segundo paso, era acercarse al primer círculo de Valentina la bailarina. Por intermedio de Julieta, le mandó a preguntar si le interesaba dar clases particulares de baile, y en especial de salsa.

―¿Por qué no se las das tú? –le respondió Valentina la bailarina a Julieta.

―No me queda tiempo. Entre las clases de la universidad por la mañana, atender la tienda por las tardes y los shows por la noche, no tengo ni cinco minutos libres. Además, estoy saliendo con alguien y no quiero que se espante si doy clases a un hombre en la sala de mi casa.

―Está bien, dile que sí, pero que sea en mi apartamento y sólo por las mañanas, mientras mi hijo está en la guardería. Quién sabe, hasta de pronto resulta ser un buen partido.

―Es gay, o por lo menos eso fue lo que me dijo –terminó diciendo Julieta.

El lunes de la semana siguiente, empezaron las clases. Sergio llegó muy entusiasmado a las diez de la mañana y tuvo una sorpresa desagradable, Tranquilisario también se había anotado al curso de salsa. Fingir ser gay delante de él complicaba el asunto. Lo que más enredaba el tema, era que Tranquilisario sentía por Sergio una gran admiración que nunca le había confesado. Le hubiera gustado ser su ayudante, acompañarlo en sus diferentes misiones,  investigar, trabajar con los perros, ser un hombre invisible, etc. La cabeza no le daba para suponer que Sergio estaba, en efecto, en plena investigación. Lo único que quería era compartir con él fuera de El Beso Gourmet, acercarse a él, que comprendiera que era bueno para otras cosas y no sólo para ser el guardia de seguridad de un burdel o el guardaespaldas de reemplazo. 

Valentina la bailarina los puso a bailar juntos, cogidos de la mano. Le pidió a Sergio que hiciera el papel de mujer. El talento del detective era inmenso, no se inmutó. Incluso en algún momento, ya en la tercera clase cuando estaban aprendiendo a bailar Chachachá, muy apretados, sintió una erección de Tranquilisario. Su paciencia estaba llegando al límite. A las doce el grandulón se iba para su casa y Sergio se quedaba bailando con ella una hora más. Varias veces la invitó a almorzar como agradecimiento. Esos momentos de intimidad eran indispensables para entablar largas conversaciones y volverse amigos. Sergio inventó historias con amantes. Le confesó que estaba viviendo una relación tormentosa con un estudiante de literatura. Estaba hecho mierda, sufría por un pendejo que no quería una relación seria y estable, sino la libertad de la universidad y la juventud. Valentina la bailarina se compadeció de Sergio a tal punto que en cuestión de tres clases más pasaron de alumno y profesora particular, a mejor amigo gay y mejor amiga straight

Para sorpresa de Sergio, ella le había revelado que estaba enamorada de Rodolfo, y que su plan era sacarlo de la homosexualidad a punta de paciencia. Ya habían tenido varias relaciones. Con frecuencia, él se quedaba a dormir en su apartamento después del show y ella había notado que la balanza de su bisexualidad tenía tendencia a inclinarse hacia las mujeres más que hacia los hombres. Se lo había propuesto, lo iba a enamorar. Era un hombre extraordinario  y podría ser el padre perfecto para su hijo. Le había incluso sugerido que no trabajara más en el burdel como Lady Queen, y que crearan una academia de baile donde Rodolfo y Valentina fueran los anfitriones. Tendrían mucho éxito, pensaba ella, y de esta forma el travesti quedaría enterrado y olvidado.

Sergio vio cómo se esfumaban los dos millones que Don Ausencio le había prometido si le traía fotos que comprobaran que Valentina la bailarina y Macario estaban juntos. Eso, en medio de todo, no era tan importante. Tranquilisario no volvió a las clases particulares de salsa, el patrón lo había contratado tiempo completo para reemplazar el escolta que se había ido con otro. Durante el día era conductor, durante la noche seguía siendo el guardián de la puerta de El Beso Gourmet. El detective tuvo entonces más tiempo y privacidad para estar con ella. Las clases se fueron alargando cada vez más. Aprendió no sólo salsa, sino todos los ritmos tropicales, así como jazz y tango. Se enamoró de ella, perdidamente.

―Me gustaría tomarnos fotos mientras hacemos el amor –le dijo Valentina la bailarina a Rodolfo después del acto, todavía enredada entre sus brazos y piernas.

―¿Para qué? 

―¿No te parece lindo? Además, me gustaría que te vieras desde afuera, desde otro punto de vista. Me gustaría que vieras tu cuerpo de hombre con una mujer. Tienes un cuerpo hermoso, perfecto. Incluso había pensado que podríamos hacer una colección de fotos en blanco y negro y exponerlas en una galería, podemos sacar algo de dinero también.

―Suena interesante ―respondió él.

El entusiasmo con que Valentina la bailarina le mostró las fotos a Sergio y le explicó el proyecto de exposición, lo dejó perplejo. Tuvo que ir al baño a vomitar arguyendo que le había caído mal el desayuno en la cevichería de la esquina. Terminaron la clase de baile y se marchó a su casa. Estaba trastornado. Se acostó a dormir el viernes por la tarde y se levantó de la cama el domingo a mediodía. Su amor por ella era difícil de aceptar. Sentía que navegaba en una barca de madera en medio de una tormenta tropical en el Océano Pacífico. Las olas eran inmensas, lo sacudían para todos los lados. Volvió a vomitar. Una mezcla de desesperación y celos había invadido su corazón. Se vio como una víctima de su propia trampa. Tenía que hacer algo, tenía que deshacerse del problema.

―Le comenté a mi novio sobre tus fotos y le encantó la idea de exponerlas ―le dijo Sergio a Valentina la bailarina cuando retomaron las clases. ―Tiene un amigo, el cual sospecho que también es su amante ocasional, que conoce el dueño de la galería La Pandereta. Quizá te pueda conectar para hacer una exposición.

―¡Excelente! ―respondió ella, abrazándolo de verdad.

―Si quieres mete las fotos en esta memoria y se las llevo esta misma noche.

El martes siguiente, Sergio el detective, se puso en la tarea de seleccionar las mejores fotos e imprimirlas en papel de fotografía. Tuvo que tomarse media botella de ron para no caer en depresión viendo las imágenes. Quería a Valentina para él. Las fotos eran hermosas si no fuera por el cuerpo masculino presente en ellas. Tenía un cuerpo perfecto. Se afeitaba el pubis y eso lo excitaba sobremanera. Cada vez que abría una imagen en su computador, ponía un papel sobre la pantalla para ocultar el cuerpo de Rodolfo. Cuando iba terminando la selección, ya borracho, escogió la mejor de las fotos donde la penetración era explícita, cogió un marcador indeleble y pintó de negro la pantalla dejando sólo el cuerpo de ella. A un lado escribió en mayúsculas el nombre del patrón.

―Don Ausencio, tengo que mostrarle algo.

―Sergio, qué agradable sorpresa –dijo al otro lado del teléfono. ―Pensé que me había olvidado, ¿donde ha estado? ¿Por qué tan perdido? ¿Lo tienen trabajando en otro lado?

―No Don Ausencio, al contrario, he estado metido de cabeza en lo suyo. Quiero mostrarle un material.

Se encontraron esa misma noche en El Beso Gourmet. Se sentaron en una mesa central. Don Ausencio lo esperaba con una botella de whisky, se veía contento. Julieta  salió a escena. Después del intermedio, salió Lady Queen. Pidió una segunda botella y llamó al enano Maximiliano para que trajera cuatro rayas. Valentina la bailarina se subió al escenario. A pocos metros del borde de la tarima, una mesa con dos borrachos, locos de amor por ella.

―Estoy enamorado de esa mujer –dijo Don Ausencio.

―Yo también –dijo Sergio. 

Por la música y la embriaguez, el patrón no reparó en lo que respondió el detective. El show principal había llegado a su fin. Como sucedía cada vez que estaba borracho, Don Ausencio mandaba a llamar a Lady Queen con Julieta  para llevársela a la camioneta. Esta vez no quiso salir. Antes de que se pusiera muy insistente, Sergio le dijo:

―Salgamos de aquí y le muestro las fotos.

―Vamos a la camioneta.

Pasaron frente a Tranquilisario y le explicaron que ya regresaban, que iban al parqueadero a mirar un asunto. Se sentaron en las poltronas de cuero del carro, sacó las fotos de un sobre de manila de su chaqueta y le fue pasando una por una.

―Don Ausencio, lo que le voy a mostrar es poco delicado, no se me vaya a marear.

―¡Déjese de maricadas a estas horas Sergio! ¡Muestre a ver!

Miró las once fotos  con la frialdad típica de los matones y le preguntó:

―¿Entonces el Macario se la está clavando a Valentina la bailarina?

―No Don Ausencio, fíjese bien. En ésta foto se le ve la cara. No es Macario.

―¿Y entonces quién es este triple hijo de puta?

―Rodolfo, Don Ausencio.

―¿Quién?

―Rodolfo, Lady Queen.

―¿Cómo?

―Valentina la bailarina está enamorada de Rodolfo, Don Ausencio, por eso no lo dejó salir esta noche del camerino.

―¿Y eso qué tiene que ver con Lady Queen?

―Ay Don Ausencio, no me diga que usted no sabía que Lady Queen es Rodolfo…

Silencio total. Fijó la mirada al frente, como si estuviera conduciendo por una carretera recta, infinita, con desierto a ambos lados y un oscuro horizonte amenazando lluvia. La noticia le quitó la borrachera por completo. Se cubrió el rostro con ambas manos y respiró profundamente.

―Vamos a desaparecer a este maldito farsante.

―¿Y cómo vamos con los dos palos que quedó de darme Don Ausencio?

―Yo lo contraté para ver pruebas con Macario.

―Pero le traje fotos que implican a Valentina la bailarina de todas formas.

―Está bien, partamos por mitades, le doy un millón y quedamos a paz. Tenemos que desaparecer a este maldito farsante ―repitió.

―Yo no tengo nada que ver Don Ausencio, no me meta en eso. Además, Rodolfo es hermano de Tranquilisario, tendría que matarlo a él también y la vuelta se complica.

Sergio quería aprovechar la oportunidad para deshacerse del amante de Valentina la bailarina pero sin llegar al extremo de asesinarlo. Sabía que debía sacar ventaja del estado de ánimo del patrón para hacer algo y sabía también lo que le esperaba en caso de ser descubierto por la justicia. 

―Si quiere yo le ayudo a asustarlo, pero no más.

―Muy bien. ¿Qué tal si lo sometemos a un exilio forzoso? ¿Caracas?

Valentina la bailarina nunca entendió por qué Rodolfo había aceptado el nuevo trabajo en la capital venezolana. Trató de sobreponerse con la idea de que iría a verlo cada vez que su bolsillo lo permitiera, y se refugió en su rol de madre y en su trabajo en la escuela de baile que había inaugurado. Siguió trabajando en El Beso Gourmet. Aprovechando la partida de Lady Queen, negoció con el enano Maximiliano un aumento considerable de su sueldo a cambio de dos salidas al escenario. Sergio fue su paño de lágrimas. No volvió a tomar clases con ella pero se convirtió en el único hombre en su vida. El año que siguió la partida de Rodolfo, El Beso Gourmet duplicó los beneficios. Eso demostraba que Valentina la bailarina vendía más trago y sobre todo más polvo blanco que Lady Queen en el burdel. 

Una noche en que hizo un casting para reclutar nuevas bailarinas para su espectáculo, invitó a dos amigos gay a cenar y convidó a Sergio también con la esperanza de encontrarle pareja, hacía mucho tiempo que no lo escuchaba hablar de ningún amante. Preparó un lomo a la pimienta con unas papas al Gratin Dauphinoise, acompañado de Brócoli Almondine y un vino tinto francés Pinot Noir llamado Nuits-Saint-Georges Premier

Se divirtieron como niños chiquitos. Sergio hizo una demostración de los bailes que había aprendido con su profesora y los dos amigos montaron una coreografía al estilo WMCA. Se fueron pasadas las tres de la mañana. Valentina la bailarina insistió en que Sergio el detective la acompañara esa noche, no quería quedarse sola, aún más sabiendo que su hijo dormía en la casa de su madre. Estaban ya pasados de vino, los dos sentados y abrazados sobre la alfombra central de la sala.

―Sergio, hace tiempo quería decirte que estoy feliz de haberte conocido. Eres un hombre fuera de lo común. Gracias por estar a mi lado todo este tiempo, nunca había tenido un amigo así. Me siento muy bien. Si no fueras gay, creo que podría enamorarme de ti.

El silencio opacó la música que sonaba en ese momento. Sergio bajó la mirada al piso y no respondió. Luego inhaló fuerte, inclinó la cabeza hacia atrás y levantó la vista para fijarla al cielo raso como buscando una respuesta adecuada.

―Oye, ¿Y qué pasó con mis amigos? ¿No te gustó ninguno? 

Volteó la cabeza y la miró con ternura. Ella le sostuvo la mirada esperando la respuesta.

―Mis labios te van a responder, pero no con palabras.

Levantó su mano y acarició su mejilla suavemente con el dorso de sus dedos. Luego le pasó la mano por detrás del cuello y con un gesto delicado la acercó a sus labios. La besó con ternura. Se tomó el tiempo de recorrer sus labios en cámara lenta. 

Valentina la bailarina, quien no había tenido sexo durante el último año, se estremeció. Sintió un revolcón interior, mariposas en su estómago y cosquillas en el más allá.

Se apartó por un instante, lo miró con una mezcla de extrañeza y excitación, y lo volvió a besar. Hicieron el amor hasta que salió el Azul Reproche, como solía llamarle ella al amanecer después de una noche de fiesta, y durmieron abrazados hasta el mediodía, justo a tiempo para recoger al pequeño.

La madrugada del 11 de septiembre de 2002, la tienda de Macario “Rancho y Licores Don Macario”, se llenó como de costumbre. Era miércoles, día de volquetas. La afluencia de choferes se había duplicado desde que empezaron otra obra contigua a La Reserva. Sergio llegó esa mañana pidiendo caldo de costilla como todo el mundo, y se sentó en la primera mesa que desocuparon, aún con los platos calientes del turno anterior.

―¡Qué milagro verlo por aquí a estas horas! ¿Qué lo trae por aquí detective? ―preguntó Macario.

―Tengo cita con el patrón, no demora en llegar.

―Ah, ok. Así por las buenas.

―Fresco Macario, nada de nervios, después hablamos. Tengo algo que contarle pero ahora no puedo.

Y diciendo esto llegó Don Ausencio, se sentó junto a él y le preguntó:

―¿Cómo va todo Sergio? ¿Me tiene el dato?

―Le tengo todos los datos del Coronel Don Ausencio, direcciones completas, horarios, rutas, nombre de la vereda de la finca, todo.

―Justo a tiempo Sergio, esta noche me entregan una mercancía, y seguimos con la segunda etapa.

―Y ¿Dónde es la cita Don Ausencio?

―¿No querrá que le dé también el nombre? ¿Me quiere quitar el negocio o qué?

―Fresco Don Ausencio, yo preguntaba no más, para poner conversación. ¿Se toma un caldito?

―Hágale.

Sergio sabía que el patrón iría con Tranquilisario a hacer esa vuelta. Tenía que conocer el lugar de la entrega y sobre todo conocer el nombre del mayorista. Quería montar su propia red de distribuidores, paralela a la red de Don Ausencio, sin que se diera cuenta. Ocupó el resto del día pensando cómo haría para expresarle que su interés en Valentina la bailarina. De alguna manera, quería pedirle permiso, necesitaba su autorización para no correr con la misma suerte de Rodolfo. Sabía muy bien cómo eran las cosas con el patrón. Si no estaba de acuerdo, podría matarlo. En un momento pensó en chantajearlo, darle los datos del Coronel a cambio de su bendición para poder tener una relación tranquila  con Valentina la bailarina pero pensó que eso seguro no funcionaría. 

Estacionó su auto a una distancia prudente de la casa de Don Ausencio y esperó dos horas antes de que se subiera a la camioneta blindada con Tranquilisario. Eran las ocho de la noche cuando emprendieron camino hacia La Calera. Después de pasar el pueblo, doblaron a la derecha y subieron la loma hacia Buenos Aires. Estacionaron en la plaza central y se bajó Don Ausencio, Tranquilisario se sentó en una banca a esperar su regreso. Sergio los siguió en el carro. Estacionó a dos cuadras de la plaza y bajó a Kien del platón. El perro no tenía ninguna dificultad en seguir el rastro del patrón en medio de la oscuridad. Don Ausencio caminó por una calle estrecha sin pavimento hasta salir del pueblo y se metió al bosque. 

Kien estaba ansioso, caminaba a toda prisa arrastrando a su amo. Hacía más de una semana que Sergio no le daba su dosis de polvillo blanco. Se notaba. Don Ausencio sudaba cocaína, y éste, tras su rastro, estaba incontrolable. 

El perro se detuvo. Era la señal de que la presa se encontraba justo en frente, a diez pasos de distancia. Sergio alcanzó a ver un personaje que se acercaba a Don Ausencio con una escopeta colgada al hombro y una linterna en la mano. Ambos se iluminaban el rostro para reconocerse. 

―¿Don Ismael? –preguntó Don Ausencio.

―¡Don Ausencio! ―respondió Don Ismael.

Sergio sintió un fuerte ardor en sus manos, como si le pasaran la llama de un soplete. La cuerda con la que sostenía a Kien le había rasgado los dedos. No pudo hacer nada para retener su carrera. Salió disparado como un depredador hambriento. Se lanzó sobre Don Ausencio y le desgarró el cuello. La sangre empezó a salir a borbotones. Don Ismael retrocedió unos pasos sorprendido por el asalto del animal. Dirigió su linterna hacia el piso y vio al perro chupando la sangre del cuerpo inerte de Don Ausencio. Con un gesto preciso, bajó la escopeta de su hombro. El tiro retumbó en todo el valle, perturbando así, la tranquilidad de la noche. 

Santiago Benazra

01.06.2013