Cortados de raíz

Durante dieciséis horas recorrieron el camino en auto, deteniéndose únicamente lo necesario. Se  abastecían de yogurt, Gatorade, pan, atún en lata, papitas fritas y maní, siendo este último el plato fuerte durante el viaje puesto que era lo que más les llenaba. Hacían relevos al volante cada dos o tres horas, y aprovechando la parada, sus necesidades humanas más livianas eran satisfechas. Su padre era una persona obstinada cuando de viajar por tierra se trataba, no le gustaba detenerse a dormir en el camino a menos de que el trayecto superara las doce o quince horas. El viaje había sido programado para unas catorce, así que un gasto innecesario de hotel de carretera era el objetivo. Todo estaba sujeto a los imprevistos que un viaje de mil kilómetros acarrea y más aún cuando se trataba de transitar a través de carreteras dominadas por grupos guerrilleros.

A los subversivos les fascina bloquear las vías y los puentes, incendiar los camiones y los buses, la mayoría de las veces, con sus ocupantes afuera. El principal propósito de estos «retenes» era poder hacer una rigurosa requisa a los viajeros y decomisar los vehículos que les conviniera,  y en el peor de los casos, retener a sus tripulantes indefinidamente: secuestrarlos.

La mayoría de las familias o personas que utilizan sus carros para viajar por tierra, suelen detenerse a orillas de la carretera en los restaurantes que se ubican antes y después de cada pueblo, para comer pesadamente y poder resistir así otras tres o cuatro horas de camino. Donde están estacionados los grandes camiones y los buses es donde generalmente la comida es más rica y sobre todo abundante, aunque no son siempre las mejores y  las más limpias instalaciones. Los camioneros son la señal de los buenos comederos. La gastronomía de la cultura colombiana está usualmente acompañada de carnes y grasas saturadas, y Benjamín y su padre Joaquín no compartían tal dieta: una razón más para no detenerse.  Viajaban los dos solos hacia la Costa Atlántica en busca de buenos vientos para navegar en sus tablas a vela, y un grupo de amigos los esperaba desde unos días atrás. Habían pasado recientemente las fiestas navideñas y cada año, a principios de Enero, se realizaban las regatas en la heroica ciudad de Cartagena de Indias. Mucha gente tiene la costumbre de viajar por tierra pasada la nochebuena  para esperar el año nuevo en reunión con sus familiares y Benjamín y Joaquí lo tomaban muy en serio puesto que arrancaban justo pasada la media noche. Era el tercer año que hacían el mismo viaje vacacional, en la misma época y con las mismas intenciones; navegar los vientos que visitaban la costa norte de Colombia sólo por unos pocos días en enero.

El protagonista era cada vez un carro diferente, pues a raíz de los continuos negocios de Joaquín recibiendo y canjeando cuanta cosa se pudiera, se permitían poner a prueba diferentes marcas de automóviles en tan extenuante viaje. Esta vez había sucedido algo radicalmente diferente. Había recibido uno de los camperos o cuatro por cuatro más lujosos del mercado y precisamente, era de un color rojo intenso muy llamativo: su color preferido. Su situación económica por ese entonces era normal pero viajaban en un auto de ricos, con la emoción que siente un niño al estrenar un juguete. Era el juguete de ellos y se sentían viajar en una nube, suave, suspendidos en el aire por encima del asfalto con las comodidades que generan una leve sonrisa constante, de máximo placer. Iban a atravesar los más hermosos paisajes, arrancando desde una altiplanicie a 2600 metros sobre el mar con unos 5 °C por la madrugada, para llegar a un paisaje costero cerca de los 40 grados por las tardes.

A lo largo de todo el trayecto la atmósfera exterior del campero les fue indiferente porque se daban el lujo de controlar la temperatura interior y la mantenían entre 19 y 20 °C. Sin embargo, pese a esta indiferencia, se deleitaban con los espectaculares paisajes y hacían de esto un motivo para sus escasas conversaciones. A medida que descendían por entre el  rocoso cañón que forman las montañas y que separa abruptamente la altiplanicie capitalina del Valle del Río Magdalena, comentaban cómo, rápidamente, cambiaba la naturaleza circundante su color, su textura y su agrupación. Eran paisajes fascinantes y esto era una de las experiencias más gratas de su paseo. La consola interna del auto estaba dotada de una pequeña pantalla con datos generales, entre estos, un número que nunca se apagaba indicando la temperatura exterior. Su padre le había anunciado que cerca del mediodía podrían detenerse en un pueblo llamado « Fundación » para empacarse el sancocho de pescado más grande del mundo, y hacer de esto tal vez la única parada importante en cuanto a tiempo y a ceremonia de comida formal. Seguían el curso norte, que también lo indicaba la pantalla, y el río grande corría paralelamente en el mismo sentido. Estaban seguros de ir en la dirección correcta puesto que el río desembocaba en el mismo mar que pronto navegarían, y esa seguridad les daba un poco de alivio. Seguridad que convertían en ironía en medio de risas porque no habían cruzado ninguna otra carretera que los pudiera desviar del rumbo. Aunque los largos tramos rectos parecían ser horizontales, el termómetro les indicaba lo contrario; cada cierto período de tiempo la temperatura exterior aumentaba lo que indicaba invariablemente que seguían descendiendo.

La atmósfera interior era un mundo artificial andando a más de cien kilómetros por hora. Iban sentados en la sala de un apartamento lujoso, con sofás y poltronas de cuero, enchapados en madera y con un fabuloso equipo de sonido. Conducir era tan cómodo y placentero como ir de acompañante. Una cabina llena de botones y tableros para controlar hasta los asientos eléctricos que los albergaban. La atmósfera exterior se convirtió en un paisaje abierto hasta el horizonte. Habían dejado atrás las montañas que no volverían a ver por muchos días. Poco a poco, los lejanos bordes montañosos que contorneaban aquel valle fluvial se fueron difuminando en la distancia con el azul del cielo hasta desaparecer por completo. Frente a ellos, el horizonte cedía sus líneas rectas para coquetear con unas pequeñas colinas que forzaban el pavimento a subir y bajar suavemente por unas larguísimas ondonadas. Vacas y arbustos los acompañaban a lo largo de las grandes haciendas ganaderas. De vez en cuando, una pequeña casa campesina pasaba rápidamente, como a unos 140 km/h, a la orilla de la carretera. Por lo general, eran casas construídas de bareque y con el techo de paja, los muros blancos y los pisos de tierra. Se les veía siempre debajo de un gran árbol que les proporcionaba sombra, muy necesaria en aquellas condiciones semidesérticas. Estaban al borde del asfalto. La carretera sería la única posibilidad de adquirir algunos víveres ya que estaban muy distantes de cualquier pueblo vecino. Era entonces la arteria para la supervivencia de aquellos campesinos y Benjamín suponía que los camiones con cereales, frutas y bebidas, debían detenerse periódicamente con el fin de intercambiar algunos productos por un buen almuerzo, o porque no, por un beso y un abrazo. Otras casas no pasaban tan rápido. Se encontraban muy distantes de la arteria unidas por un camino empedrado perpendicular a ésta. A veces sólo se veían unos punticos blancos en medio del vasto verde. Qué tranquila y sola debía ser la vida de un campesino de estos, pensaba Benjamín, sin contacto directo con el mundo moderno. Las cercas de las grandes propiedades privadas seguían paralelamente la gran línea recta y, a medida que los lotes cambiaban de dueño, cambiaban los colores de los pequeños postes de concreto.

El termómetro marcaba ya más de 35°C y Joaquín le anunció a Benjamín que la parada estaba muy próxima ya que se acercaban cada vez más a los 40 grados. Llegaron a Fundación y un pequeño rancho adaptado con unas sillas plásticas sobre el andén los recibió para tomarse aquel suculento sancocho de pescado tan afamado por Joaquín, quien al parecer ya había comido varias veces en ese pueblo: « Fundición », como él lo llamaba. 38°C marcó el aparato justo antes de que se bajaran de la sala rodante. Benjamín fue presa de la desesperación ante el repentino cambio de atmósferas, y más aún cuando notó que el líquido empezaba a ebullir una vez puesto el plato sobre la mesa. El hambre los azotaba y el ambiente no propiciaba las condiciones para bogarse el brebaje, así que su desesperación aumentó ante un plato de sopa intomable e indomable. Dos jarras de aguapanela con dos pitillos y repletas de hielo eran su refresco, así que decidieron empezar con lo frío. El plato hondo de cerámica era tan grande que parecía más bien el del perro, y el pescado a pesar de eso, asomaba su cabeza por fuera como tomando sus últimas bocanadas de aire. Después de terminar cada uno con las dos jarradas de aguapanela con hielo y limón, se subieron a la sala rodante para refrescarse y continuar el camino.

De repente, algo en el paisaje circundante empezó a cambiar y la transformación de la naturaleza a manos del hombre llamó la atención de Benjamín. Al principio no le prestó mayor importancia pensando que era una afectación paisajística sin relevancia. Con el pasar de los kilómetros notó que la afectación había sido realizada siguiendo un alto grado de rigurosidad. Los dos bordes verdes a lo lago de la carretera habían sido arrasados simétricamente. Sólo se veían pequeños troncos semejantes al conjunto de lápidas de los cementerios. Todos los árboles habían sido cortados y sólo quedaban los primeros centímetros de sus bases. La brecha de pasto que separaba el pavimento de los frondosos bosques tenía un ancho de cincuenta metros. Un cementerio de árboles a lo largo de la carretera principal, de la famosa Vía Panamericana que comunica la Patagonia con Alaska. Benjamín solo pensaba en la atrocidad ecológica que habían cometido algunos hombres sin razón aparentemente lógica. Que cosa tan extraña. Era como si hubiera pasado un camión cometa con una estela de fuego quemando la vegetación a medida que avanzaba por la carretera. La primera respuesta que se le ocurrió para semejante problema ecológico era que durante la construcción de la calzada, los obreros hubieran podado los árboles aledaños para poder parquear sus máquinas e instalar sus campamentos. Los cortaron tan bien y el suelo sufrió tanto que nunca más creció ningún otro árbol.

El trazado de la carretera no era nuevo ya que contaba con varias décadas en funcionamiento, así que era imposible que en cuarenta o cincuenta años no creciera un árbol más de un metro, de manera que se pudiera ver por encima del pasto y desde un vehículo a gran velocidad. El teorema fue rápidamente invalidado en su cabeza antes de ser siquiera comentado con su padre. El paisaje había cambiado considerablemente y supuso que la mayoría de los viajeros no lo notaba. Detrás de esta zona de baja vegetación, no superando el metro de altura, reposaban los altos y frondosos árboles mirando hacia la carretera con un aire de desaliento por la mala suerte con que contaron alguna vez sus hermanos más próximos al camino artificial.

A eso de las tres de la tarde la carretera estaba desolada, de vez en cuando pasaba un camión o adelantaban uno. Era fácil y agradable conducir en esas circunstancias teniendo toda la vía a sus anchas. Pasó una media hora y suponiendo que aquel paisaje atípico tenía la intención de seguir con su trazado, decidió preguntarle a su padre. Estaban cruzando una zona roja, o colombianamente hablando, llena de guerrilla. Las distancias entre pueblos son bastante grande, lo que aumenta la vulnerabilidad de la carretera al ataque guerrillero. El ejército no puede permanecer a lo largo de toda la vía sin saber con exactitud cuándo y dónde pueden los subversivos realizar una « pesca milagrosa » (como son llamados los retenes piratas).

El hábitat de estos grupos es la montaña, abundante en nuestro país, y los espesos bosques. En su defecto, en las zonas llanas, la guerrilla se camufla entre malezas y siempre se vale de las condiciones naturales para su protección. Había una cierta relación entonces entre los árboles cortados desde su raíz, la carretera desolada por entre un gran valle fluvial, los grupos guerrilleros y las pescas milagrosas con el simple hecho de vivir en Colombia a finales del siglo XX. Todo cuadraba, la relación era clara. Cada pedazo del rompecabezas encajaba, y al mismo tiempo, le rompía la cabeza.

Decían las buenas lenguas por aquella época que las Fuerzas Militares Revolucionarias de Colombia, FARC, se estaban aprovisionando de equipos y armas para enfrentar la lucha que, gracias a la ayuda de los EE.UU, estaba por reventar. Cuanto campero o camioneta se atravesara por una pesca milagrosa, era blanco perfecto para ser decomisada y llevada a la zona de distención. Estos autos todoterreno son los mejores para lidiar con la indescifrable topografía colombiana y por lo tanto muy solicitados. La guerrilla urbana, o delincuencia común, era la encargada de saquear las ciudades de estos camperos, pues en el monte y con « la ley del monte », eran remunerados con nueve millones de pesos (unos cinco mil dólares en 1999) por cada vehículo llevado hasta dicha zona. En breve, la zona de distención era el área que el gobierno había cedido a los subversivos sin presencia militar para, supuestamente, sentarse a negociar La Paz en la mesa.

La carretera por donde se dirigían entre una Cherokee rumbo a la costa, pasaba tangencialmente a dicha zona. Aunque no estuvieran cerca, la zona igualmente estaba llena de paramilitares o autodefensas, así que estaban nadando por entre aguas en donde todos se dan chumbimba unos a otros; ejército contra guerrilla, autodefensas contra guerrilla, autodefensas contra ejército, y en medio, la población civil. Todos se dan entre sí chumbimba y chimbumba (la misma chumbimba pero de mayores proporciones).

Seguían avanzando por la carretera a 140 km/h, pero como iban en una sala de apartamento no podían sentir la velocidad. A pesar de que Benjamín iba concentrado al volante, se sentía vigilado por un grupo de hombres armados y temía que súbitamente los asaltaran, como cuando un gato sube al asiento debajo del comedor y espera que el perro pase debajo para acecharlo. Ahora tenía la respuesta de la afectación del paisaje de la carretera. El ejército había cortado los árboles más próximos a ésta con el fin de que los subversivos no pudieran controlar la circulación de la calzada tan fácilmente. A 160 km/h sostenían una intensa conversación que tendía a transformarse en debate. Alegaban por la situación del país, por los actos de la guerrilla, de los no menos crueles atentados del ejército y las autodefensas contra el pueblo. Para colorear la discusión, se contaban anécdotas de amigos conocidos que alguna vez habían sido víctimas directas de la violencia. Algunos de los ejemplos que ilustraban habían sucedido precisamente en la carretera por la que transitaban. Ningún colombiano se puede librar de los abrazos de la violencia, todos somos tarde o temprano, víctimas de la violencia directa o indirectamente.

La vida es un riesgo constante. El sólo hecho de vivir con la impotencia de no dominar nuestros propios latidos del corazón, es un riesgo en si mismo. Pero la vida en Colombia es diferente. El riesgo a diario te hace vivir más confortablemente, te hace sentir vivo. Todos los colombianos que salen del país por un buen tiempo, aunque sea de vacaciones, suelen llenarse de un patriotismo que puele llegar al absurdo. No ven el día de volver a este mierdero ; los trancones interminables, las calles rotas y las despavimentadas, la violencia, la delincuencia, la corrupción generalizada, la total falta de civismo, los atentados, las masacres de campesinos, el robo de niños, las bombas que arrasan con barrios enteros, las balaceras, los collares bomba, los secuestros masivos en las Iglesias de los ricos, los traquetos, las bellas mujeres, los impresionantes paisajes, la marihuana barata, etc. El mierdero te hace vivir intensamente, te hace despertar. Hay que estar en la jugada porque o sino : tuqui tuqui lulú. Todos vivimos el  «día a día» según los dos primeros artículos de la Constitución Política Colombiana, el primero: No dar Papaya, y el segundo : Aprovechar cualquier Papayazo. Esa es la ley de aquí, la ley del monte y del «rebusque» diario. El mierdero y el peligro es lo que más nos hace sentir vivos, despiertos. Somos un pueblo muy activo, que se mueve y se sobrepone a todos los obstáculos, en donde nada está establecido, en donde las reglas se hacen en la medida en que se necesiten. Muy poco está hecho y todo está por hacerse.

Así que aquí el riesgo de vivir empieza desde lo más elemental por la mañana :  podés caer en la ducha y desnucarte, o por la tarde, si escapaste a la ducha, podés resultar encornado por un toro de lidia.

En esta tierra la palabra «imposible» fue eliminada del diccionario por consenso general. El pobre tipo no sufrió una caída fatal durante su ducha mañanera. Comió su último desayuno, se puso su traje para ir a trabajar a un rascacielos al centro de la ciudad, como buen ejecutivo moderno, y trabajó normalmente en su último día de trabajo. Se despidió entonces por última vez de sus compañeros de trabajo antes de salir de la oficina en el piso 40 y tomó el ascensor. Un camión transportaba un toro de lidia por la carrera séptima de Bogotá, «La Calle Real». La Plaza Santander, ubicada tangencialmente a esta arteria vial, alberga uno de los edificios más altos y hermosos de Colombia: La Torre Torre. El camión se dirigía seguramente a la plaza de toros Santamaría, pero antes de llegar a ella, tras un estruendoso accidente de tránsito, se volcó y cayó en la plaza Santander con las puertas abiertas. El feroz animal, negro de la desesperación, salió corriendo directamente hacia la torre. Entró al edificio en el mismo momento en que el ascensor abría sus puertas. Se metió en él sin detener su carrera y atravesó al susodicho con sus filudos cuernos.

La magnitud de los hechos aquí, de este país paradisíaco, han sido revaluados a fuerza de las atrocidades que vemos a diario en los telenoticieros. Una historia como esta podría ser una leyenda tanto aquí como en cualquier otro lugar del planeta, pero hechos como el secuestro y la violación de los derechos humanos se han convertido en nuestro pan de cada día. Lo «normal» es para nosotros lo que para los ojos del mundo es un escándalo o un absurdo. Ese  «normal» es entendido como la reacción al sistema económico en que vivimos, más no «lo normal», no lo que la mayoría deseamos. Este «normal» es la rutina de la calidad de nuestras noticias, así que es El Sistema quien ha provocado ese riesgo de vivir, superior al riesgo normal de la vida de cualquier ser humano.

En la sala rodante, a 150 km/h, Benjamín tuvo que abrir su ventana eléctrica para que Joaquín se fumara su rutinario cigarrillo de cada 45 minutos. Con las ventanas abiertas la conversación se hacía dificultosa por el pasar del viento. Había dos opciones mientras Joaquín se fumaba su tabaco: o bien gritaban para poder oírse, o bien bajaban la velocidad. A veces hacían lo uno y a veces hacían lo otro. Esta vez no habían desacelerado y cesaron su diálogo, ensimismados a la luz de un vasto horizonte verde. Ambos sabían el riesgo que estaban corriendo al transitar en semejante vehículo y por semejantes zonas. Sabían que podrían ser los protagonistas de una nueva historia secuestro contada por terceros en una reunión social cualquiera. Joaquín arrojó la colilla de su cigarro al verde y antes de que terminara de exhalar lo último del humo en sus pulmones, Benjamín empezó a subir las ventanillas con los botones de su mano izquierda. Estaba algo más preocupado por lo que estaba pasando y le aterraba que su padre no diera señas de angustia o preocupación. Así que después de unos minutos más de silencio, Benjamín añadió:

− ¿Y qué tal si nos ocurre algo en esta carretera? ¿Qué tal que «hablando del Rey de Roma y él que se asoma» y nos pare un retén?

− Pues asumimos las consecuencias −respondió serenamente Joaquín.

Los árboles a lado y lado seguían mirándolos a unos cincuenta metros detrás de los cortados. La carretera no mostraba señas de actividad humana desde hacía unos veinte minutos y aquella siniestra soledad empezaba ya a penetrar por los poros de los dos viajeros. Se sentían como si estuvieran andando por una propiedad privada en donde no encontraban la puerta de salida. Ningún carro, ningún camión. Sólo una línea negra y huérfana los conectaba con el horizonte deseado al frente y con el horizonte dejado atrás. Estaban como entre un paréntesis hecho de asfalto en una página verde de maleza. Unos bichos raros entre una caja metálica roja color sangre desconociendo por completo su devenir.

− Y si vemos un retén a lo lejos, ¿cómo diablos sabremos si son hombres del ejército o de la guerrilla?

− Ignoro el contenido de tu brutal pregunta −respondió Joaquín.

− ¿Es que acaso no te preocupa? ¿No te das cuenta de lo que nos puede pasar? −preguntó Benjamín aumentando el tono de su angustiada voz.

Cada vez que la tierra temblaba cuando Benjamín estaba pequeño su padre, pasado el movimiento y encontrada la calma nuevamente, terminaba diciendo uno de sus famosos proverbios: «en caso de emergencia… no hay que entrar en pánico».

En esos momentos, asumiendo la posición de padre responsable y siguiendo una conducta acorde a sus máximas (fáciles de decir y difíciles de aplicar), decidió no mostrarse muy alterado ante la inevitable realidad que lo estrangulaba y que en cualquier momento podía ahogarlos.

− Sí me doy cuenta de lo que nos puede ocurrir, por lo menos hasta el límite de mi imaginación, pero, a estas alturas, ¿qué más podemos hacer? ¿Acaso regresar? En el regreso también nos podría caer la tal pesca milagrosa…

− Pues entonces que sea lo que Dios quiera… terminó exclamando Benjamín como para concluir la cuestión.

Sin embargo, mientras más giraban las ruedas estruendósamente sobre el pavimento, más se preocupaban. Era claro que no podían girar el rostro para mirarse a los ojos porque delataría una situación de verdadera preocupación, y más que nada, de temor. Así que ninguno de los dos iba a examinar cómo estaba el rostro del otro mientras los pensamientos y las posibilidades tallaban sus cabezas. Existía una muy remota posibilidad: ser retenidos por la guerrilla y ser liberados inmediatamente pero era tan absurda que ninguno de los dos se atrevió a enunciarla.

− Por qué no cambias la música −dijo Benjamín con la mirada fija al frente−. Ya estoy cansado de este sonsonete.

Unos minutos de silencio, puro, tan puro como la soledad que los acongojaba bajo la bóveda celeste. Una pausa de silencio que se sumó a dos mentes inquietas por la imaginación. Una pausa que trataba de sobreponerse a la realidad, que tratraba de desconectarlos de ella para llevarlos sanos y salvos a su destino. Mientras Joaquín escogía un CD entre el centenar que llevaban, el murmullo del gran motor a bajas revoluciones reinaba en la atmósfera interna. Estaban definitivamente en las manos de Dios, y como para mejorar y tal vez aumentar la débil conexión que tenían en esos momentos con El, decidió colocar un disco de Nueva Era. El ambiente se hizo más espiritual. La calma interna de la sala móvil, la bella música sonando al fondo, la agradable temperatura entre los asientos, la sensación de velocidad y las ansias de llegar al Atlántico los convertía en hombres prácticamente invulnerables. Por un momento lograron desconectarse y alzar sus cuerpos hasta el cielo. Todo era de maravilla, todo estaba saliendo mejor de lo planeado. El conjunto de naturalezas aritificiales y naturales estaban en armonía. Sus sentimientos, deseos y sensaciones, tanto espirituales como materiales, estaban siendo realizados en su máximo esplendor.

De repente vieron un grupo de hombres a unos dos kilómetors al frente. Las piernas de Benjamín empezaron a temblar inevitablemente. Las sintió débiles como cuando solía apostar carreras con sus amigos. Era el nerviosismo de la competencia lo que debilitaba sus piernas. Desaceleró sin darse cuenta.

− ¡No te detengas! −Replicó Joaquín con voz de mando.

Era más que obvio que tendrían que detenerse en algún momento, a la altura de los hombres, pero no quería evidenciarles que tenían miedo y que depronto resolvían dar media vuelta ante la noticia del retén. Desde esa distancia, ninguno de los dos podía reconocer el tipo de hombres que se encontraban a lado y lado de la carretera. No sabían si definitivamente eran hombres armados o si bien eran sólo campesinos que caminaban por la berma. En medio de sus absurdidades mentales, aturdidos, llegaron a pensar que fueran simplemente campesinos de algún caserío lejano haciendo tiernamente un retén con una soga para pedir dinero. Un kilómetro antes del encuentro, a 100 km/h, pudieron calcular que se trataba de una docena de hombres. Sólo se veían sus negras siluetas en el horizonte, sin mucho movimiento, y la lejanía les impedía saber con exactitud la clase de ropa que vestían, así como si estaban armados o no.

− ¿Qué vamos a hacer? −Dijo Benjamín con las dos manos al volante.

Era imposible determinar que estuvieran armados a una distancia prudente como para devolverse a tiempo. Si se acercaban demasiado, era casi imposible determinar que fueran de los armados «buenos» o «malos». Los armados buenos son supuestamente los que visten trajes camuflados y las autodefensas, pero estos últimos suelen vestirse como civiles o campesinos al igual que los guerrilleros. Estos, a su vez, también se visten con camuflados, como para acabar de despistar a cualquiera. Así que no había otra opción que dejarse llevar por la voluntad del Todopoderoso y tratar de sonreir cuando los detuvieran. Un centenar de metros antes, Benjamín empezó a desascelerar y los hombres, ante la proximidad del campero, no mostraban indicios de que los estuvieran esperando. Existía la posibilidad de que, si se trataba de guerrilleros, estuvieran dotados de un campero para su transporte; otra posibilidad absurda cruzó por la mente de Benjamín :

− ¿Y qué tal si son guerrilleros y hacemos una parada sin detenernos por completo, así que cuando menos lo piensen, sorpresivamente aceleramos y nos escapamos? Tendrían que tener un mejor auto para poder alcanzarnos,  ¿no?

− ¿Vos creés que habrán hecho un retén sin disponer dos francotiradores algunos metros más adelante?

− Pues sí, ¿no? −Terminó diciendo Benjamín−. Al menos uno, el de la mejor puntería.

Era de suponerse que la malicia indígena colombiana los había preparado para cualquier tipo de reacción de las víctimas.

− ¡Ahí sí que nos dan chumbimba a la lata ! −rio Joaquín.

Si estaban con los rostros cubiertos se descartaba la posibilidad de que fueran de nuestro patriótico ejército, por lo menos eso era claro, pero sería bien difícil diferenciarlos entre los «malos» y los «menos malos». Las autodefensas, como su nombre lo indica, son grupos independientes armados que se crearon para defenderse de la guerrilla, pero han llegado a tener tanto poder y dinero, que son amos y señores en sus territorios protegidos. Ahora no se sabe si defienden al pueblo de la guerrilla, si protegen a los terratenientes o si defienden a capa, espada, chumbimba y chimbumba sus propios intereses, como por ejemplo los «rentables cultivos ilícitos». En resumen, los que se visten como civiles o con camuflajes no se diferencian de la guerrilla ni siquiera en sus intenciones.

Ya podían distinguir el color de la vestimenta de la docena de hombres, estaban todos de un verde oscuro. Las botas de plástico «Machita»1 todavía no se distinguían y eso era un fiel testimonio de la indumentaria de los malos, pues el ejército suele siempre llevar botas militares.

Joaquín había apagado la música por completo y le había ordenado a Benjamín de bajar su ventanilla tal como lo estaba haciendo él. La camioneta era una versión importada americana, y originalmente, todas vienen con los vidrios ahumados a excepción de los dos delanteros. Un motivo más para detenerse: podrían sospechar que llevaran algo escondido tras los vidrios y que a fuerza de no poder chequearlos de un sólo vistazo, les hicieran una requisa exhaustiva. Empero, había algo en el retén de lo que no se había hablado antes. Había dos carros más que ya estaban estacionados, al parecer desde hacía pocos minutos, pero con la particularidad de que sus ocupantes seguían adentro. El primero de los carros era un camión tipo furgón, de dos toneladas aproximadamente, sin ninguna marca en sus costados denotando su procedencia o su empresa. Dos hombres estaban parados al lado de la ventanilla del conductor y uno más al lado del acompañante, pues en el camión iban el conductor y su relevo. Un hombre más se encontraba en la parte de atrás, inspeccionando cualquier anomalía. El otro carro era particular y en él viajaba una familia. Padre y madre en los asientos delanteros y atrás sus tres hijos con el retoño de la familia: un gran perro que asomaba la mitad de su cuerpo por la ventana en busca de aire fresco al tiempo que escurría una abundante bavasa. La puerta escurría y esto era otro indicio de que llevaban algún rato estacionados. Era un Renault 21 cargado de maletas delatando la ansiedad de sus ocupantes por llegar al mar. Su conductor no pudo ver por el retrovisor que Benjamín y Joaquín se acercaban en su Gran Cherokee Limited puesto que detrás del asiento de los niños, la repisa estaba llena de paquetes hasta el techo.

− ¡Que sean militares por favor, que sean militares por favor! −Predicaba en voz baja Benjamín.

Dos hombres más estaban con el 21 blanco, uno a cada lado respectivamente y antes de todos ellos, un negro les hacía señas de parar.

− ¿Será que quiere que nos detengamos por completo o será que sólo nos pide bajar la velocidad ? −Preguntó Benjamín.

Cuando pudieron observar la ametralladora que relucía en su lomo se dieron cuenta que había cambiado de señas para indicarles que pasaran adelante de los ya estacionados. Eran hombres armados, vestidos de verde, realizando un retén en la mitad de la nada. La buena seña era que los dos carros anteriormente detenidos contenían aún a sus tripulantes. Esto era un síndrome de que la requisa no era muy exhaustiva. Lo que todavía no podían resolver era de qué grupo armado se trataba. Benjamín giró el volante hacia la izquierda para esquivar el hombre que dirigía el tráfico y al mismo tiempo le propinaron un saludo, lo más cordial posible. No importaba de qué grupo armado se tratase, lo importante era hacer una buena mueca.

Cinco hombres con los autos detenidos, uno al frente dirigiendo el tráfico que se aproximaba y otros cuatro en fila en la berma izquierda de la carretera completaban la decena de hombres del retén. Al parecer el comandante se encontraba chequeando los papeles del camión, una buena y momentánea esperanza aparentemente. Tras haberlos mirado breve y fíjamente a los ojos, el comandante siguió con los tipos del camión sin prestarles mayor atención. Durante aquellos veinte metros de retén, desde el primer hombre hasta el último quien les hacía señas de seguir de largo, no intercambiaron palabra ni mirada alguna. Este último hombre en la mitad de la carretera, también de tez oscura, hacía movimientos exagerados con sus brazos para indicarles categóricamente que siguieran de largo, que no estacionaran. Atolondrado todavía y obedeciendo órdenes directas de un hombre negro armado, Benjamín aceleró inmediatamente con prudencia para que su largada no fuera vista como una huída y el francotirador no se alertara demasiado. Chequeando siempre por el retrovisor algún gesto inesperado de los armados, continuó acelerando hasta alcanzar la velocidad promedio. En ningún momento pudieron ver al doceavo hombre, quien seguramente se encontraba escondido entre la maleza unos metros más adelante. Tampoco pudieron ver el camión que los transportaba, pues aparte de los dos vehículos detenidos, no había indicios de un tercero.

Después de varios minutos, llenos de reflexión ante lo acontecido, pudieron notar que el paisaje transformado por el hombre los seguía acompañando a los dos lados de la calzada. Se había convertido en lo normal para ellos, el extraño borde vegetal podado desde sus raíces no los asombraba ya. No les angustiaba ni les removía el estómago la desazón de lo que ese paisaje podría significarles en su trayecto. Fue entonces cuando Benjamín decidió voltearse para mirar a su padre diciéndole con una suave sonrisa entre sus labios, síndrome de irónica confusión y felicidad:

−¿Qué pasó?