Un mar transparente azotando playas de arena blanca frente a una selva tropical bajando abruptamente de las montañas al litoral. Así me imagino yo el paraíso, el paraíso en este planeta tierra, y si pudiera añadirle algunos artefactos contemporáneos que incrementaran mi bienestar en aquel sitio, pediría, a quien se le pudiera pedir, que por favor me brinde un velero de treinta pies anclado a pocos metros de mi cabaña sobre pilotes, un computador conectado a internet para poder comprar libros a domicilio y poder leer las noticias, y un perro grande, preferiblemente un labrador negro.
Sobra decir que el velero está equipado de toda clase de inventos e imaginaciones para navegar y sobrevivir por muchos días en altamar, además de un manual con el curso tan intensivo como resumido de cómo se navega en altamar, que la cabaña está rodeada de mosquiteros para ahuyentar los bichitos y amedrentar los fantasmas, equipada de ventiladores de techo para amainar el calor de las noches, todo en torno a un colchón sobre el suelo, debajo, un gran tapete hindú en el centro del espacio; lo demás son caprichos y exageraciones.
Para otros el paraíso puede ser la vida en las grandes aglomeraciones, tener un apartamento de soltero de más de cien metros cuadrados excluyendo el parqueadero donde reposa el auto deportivo o más bien la tranquilidad de las casas de las ciudades satélite donde nos espera el calor de un hogar con una esposa adorada y unos maravillosos niños. Para mí el paraíso es la armonía del color azul, el naranja y el verde, a saber, el azul por aquello del cielo y del mar junto con el naranja por aquello del sol poniente y la arena quemada y el verde de una naturaleza exuberante protegida por la melodía de las aguas cristalinas de las quebradas y la cálida brisa. Para otros puede ser todo lo contrario, el color negro de la sobriedad de la ropa metropolitana, el púrpura de los muebles de moda y el dorado resplandeciente de las joyas, el blanco de las drogas polvorientas o el humo gris de los tóxicos nocturnos.
Y en este mismo momento me imagino que usted estará pensando en cómo es su propio paraíso, acaso se parece a alguno de los anteriores, y cuando le menciono la palabra paraíso la primera cosa que le viene a la mente son los colores, o tal vez los olores, o por qué no los sabores, pero no, la reacción de sus deseos es más bien pensar en algún lugar lejano, pensar en algún sitio, una ciudad, una región, una población misteriosa de una cultura diferente, o mejor aún, pensar en alguien en particular, porque usted se dice que con tal persona donde quiera que esté o en las circunstancias en las que esté, si está con ella, de preferencia enamorado y correspondido, supongo, el paraíso no hay que buscarlo, el paraíso está ahí, y me imagino que en este momento está pensando en la persona con quién le gustaría estar en este momento, así no estuviera en el paraíso, y si no la conoce todavía se dirá que no ha vivido nunca en el paraíso porque no ha compartido con la persona indicada, y día tras noche le pide al cielo que su destino cruce algún día la trayectoria de semejante ser humano. O usted es de los que están cansados de la sociedad, cansado de sentirse traicionado y mal amado además de incomprendido y malinterpretado, y prefiere estar solo, o sola, y se dice que el paraíso es la soledad donde nadie pueda perturbar sus quehaceres y sus pasatiempos, y la idea de convertirse en ermitaño lo lleva a comprarse las cantidades más exorbitantes de música y de libros, suponiendo que lo desconectarán de la realidad cada noche cuando llega extenuado del trabajo, cansado por la rutina, por los embotellamientos, por el ruido, por los andenes minados de lo que piensan los caninos de esta caótica urbe, cansado de soñar siempre con ese paraíso inalcanzable, con esa quietud y esa pulcritud y ese amor infinito que tan coordinadamente articula todas las partes de este mundo. Y se dirá que el paraíso no puede existir, porque usted es de las personas que no puede estar bien si los demás no lo están, y que mientras haya personas sufriendo usted no puede darse el lujo de vivir en el paraíso, sabiendo que mientras piensa en no sé qué cosas materiales o espirituales otros solo desean un pedazo de pan o una cobija para pasar la noche. ¿Cuántas clases de paraísos podemos repertoriar? ¿Cuántos niveles de sufrimiento podemos catalogar? Según nuestro propio criterio y sin saber que inocentemente maltratamos psicológicamente a nuestro vecino, quien, en condiciones económicas inferiores, no soporta ver que no nos bastamos con lo que tenemos actualmente para ser felices.
¿Qué es el paraíso entonces? ¿Acaso son imaginaciones alegres o visiones recurrentes que adoptamos para escapar mentalmente de la depresión, la angustia o el aburrimiento? ¿Quién será el culpable de semejantes depravaciones psicológicas que no hacen sino maltratarnos moralmente? ¿Será el diccionario por querer definirlo, ¿la televisión?, ¿la moda?, ¿los símbolos sexuales?, ¿los guías espirituales?, ¿los libros? Un diccionario en internet dice que el paraíso es un lugar donde, según la Biblia, vivieron Adán y Eva. Se escribe con mayúscula. O puede ser también un lugar donde se goza de la presencia de Dios, y, por tanto, al que aspiran a llegar los cristianos tras la muerte. Este también se escribe con mayúscula. La tercera definición puede ser la más certera, un lugar muy hermoso y agradable, aunque también puede ser un lugar idóneo para el ejercicio de una actividad. Otra definición advierte que el paraíso es también el conjunto de asientos del piso más alto de algunos teatros, por lo que las entradas son más baratas.
No será que debemos preguntarnos más bien, ¿dónde está el paraíso? Es un paraje lejano a su realidad, eso es claro, porque la primera reacción de las personas es alejarse de aquello que no les gusta, obviamente, y por ende el paraíso tiene que ser un lugar sumamente lejano, al que no se puede llegar caminando, preferiblemente, porque de lo contrario sería muy fácil llegar a él; tiene que estar a más de cuatro semanas de marcha a través de desiertos sin oasis y suponer que moriremos de sed e insolación en el trayecto para poder decir que allá está el paraíso, si, allá detrás de esas montañas lejanas que ni siquiera alcanzamos a distinguir; no, el paraíso moderno está a varios días de avión y el tiquete cuesta toda una fortuna, más de tres meses de salario, por lo que nos tocaría ahorrar disciplinadamente durante tres años, sin gastar dinero en ir a cine, ni en comprar música, ni libros, ni ropa, ni crema dental, y lavarnos los dientes durante tres años con agua y jabón, ahorrarnos el desodorante y comprar ocho limones mensuales para combatir el mal olor del sudor en las axilas, no comprar más cuchillas de afeitar porque la renta es intolerable si seguimos la política del gran ahorro, y perder el trabajo al cabo de varias semanas por tener la barba más larga que la corbata, los hombres, o tener las piernas peludas, las mujeres. Esa es la razón por la que usted nunca ha ido al paraíso, es muy clara, se la pasa siempre pensando en comprar el vestido que vio en la vitrina de regreso a casa, en la cartera que con delicadeza cuelga junto a unos zapatos del mismo color en el centro de una vitrina, en el perfume que pronto se le acabará, en el tiramisú para el postre, y nunca tiene un centavo para poner de lado; el paraíso es un lugar costoso.
¿Y si el paraíso no fuera un lugar sino un estado mental? Porque usted es de esas personas que le importa un pepino las corrientes de la sociedad, la materialidad, la lujuria, no, usted prefiere cultivar el conocimiento y perderse en la divagación, le gusta la astrología y la ufología, o por su carácter científico se dedica a explorar el universo y se ríe de aquellos que sufren por los problemas tan mundanos como cotidianos cuando existen problemas más complejos, más infinitos, como las estrellas, la relatividad del espacio y del tiempo, o para no ir a más de un minuto luz de distancia, usted se esfuerza por conocerse a sí mismo, por entrar en contacto con el más allá o con el todopoderoso, por así resumirlo, y se interesa por la corriente o escuela espiritual que escogió porque está convencido de que es la mejor, aunque nadie la conozca, pero es la mejor, y mejor que nadie la conozca, porque es la mejor, y sus meditaciones y abstracciones le permiten desarrollar su autoestima y su capacidad mental y su, sus, todas esas cosas tan maravillosas que le prometieron que iba a lograr si practicaba con juicio y disciplina y seriedad los ejercicios a las cinco de la mañana después de un baño con agua fría y en total ayuno, pero eso sí, recuerde el compromiso, no divulgar las lecciones a nadie y sobre todo guarde muy en secreto el mantra que le fue concedido especialmente por el gurú, y no olvide, no hacerle daño al prójimo y no robar.
Y usted anda por ahí caminando y mira a los demás con ternura, porque usted es una persona humilde y ha dejado atrás cualquier concepto o relación con su «yo», tiene el ego dominado por una mirada compasiva y una respiración controlada y consciente, y se imagina que los demás no se imaginan que usted es una persona tan especial que no se le nota, y que cuanto mejor, porque de lo contrario no soportaría la avalancha de personas preguntándole cómo hizo para llegar a ese punto, cómo hace para ser tan «usted», ¿cómo hacer para irradiar esa energía que no se ve? Usted es de esas personas abiertas y dispuestas a hablar de cualquier tema con serenidad, capaz de escuchar a los demás, de las que uno se siente el mejor amigo desde la primera conversación, o a las que uno siente que podría contarles cualquier cosa, porque usted no es una persona celosa y cree en el amor, sí, eso es, el paraíso es el amor, el paraíso está en el amor, pero ¿qué es el amor?
Y usted en este momento piensa que el paraíso es no tener que lavar los trastos sucios, no tener que lavar el baño este fin de semana, no tener que recogerle la mierda al perro cuando lo saca a pasear por el barrio, pero usted no tiene perro, entonces el paraíso se le antoja llegar un día a casa sin las cagadas de caninos pegadas a sus zapatos como chicles de mal olor, porque usted es soñador y va caminando por las calles con la cabeza en alto y la mirada colgada del cielo y no se da cuenta que ha sido víctima de aquellas minas antipersonales hasta cuando llega a su morada y recorre sus espacios sin quitárselos y cuando decide hacer sus ejercicios en el espeso tapete blanco de la biblioteca se da cuenta que la mierda está tan enraizada a las fibras como su ira lo está por esta suciedad de sociedad individualista con las estadísticas más elevadas en el mundo de mascotas por habitante.
Pero no, usted no tiene estos problemas porque se desplaza en auto por las grandes avenidas y por las estrechas calles, y cuando una de éstas se tapona por un gran embotellamiento de hora pico o por un camión de mudanzas que sencillamente se apoderó de la calzada con su elevador que intenta evacuar los enseres que nadie fue capaz de bajar por las escaleras, el paraíso cambia de significado, usted no se desespera, prende el radio de la consola de su auto y en todas las emisoras pasan los anuncios, porque claro, es la hora pico y la hora en punto marca su reloj y anuncia el cambio de programa, en el mejor de los casos, o el cambio del locutor de las noticias, pero usted ya no quiere oír más noticias porque con las que oyó por la mañana le sobra y le basta, y porque sabe que anunciarán más de tres kilómetros de trancón por aquella calle que, por las pericias de una ambulancia con su sirena a todo dar, fue chocada por un automovilista que aprovechaba el corredor dejado por su estela para no llegar retrasado al matrimonio de su madre, y usted ya está demasiado cansado después de una larga jornada de laburo, y decide entonces apagar el radio y prender un cigarrillo para poder abrir la ventana y ver que el paraíso se le escapa como se escapa el que va en aquella bicicleta por la ciclo ruta, y usted se supone regresando a casa todos los días en bicicleta, porque al punto llegaría más temprano, pero el paraíso sería sacrificar el cigarrillo y dejar de tomar porque con esa barriga de cervecero no podría pedalear ni de la casa a la panadería.
Usted no tiene carro y hace mucho tiempo vendió la bicicleta en la que iba y venía al trabajo por comprarse un teléfono móvil, porque hay prioridades en este camino hacia el paraíso, y no importa no tener transporte propio pero perderse las fiestas y la vida social por falta de un teléfono móvil donde la gente lo pueda localizar es inaudito, y el paraíso nocturno que siempre ha soñado depende estrictamente de ese auto, de ese pedazo de latas con cuatro ruedas que lo pueda llevar a dichas fiestas clandestinas, porque no es más que en esas fiestas donde la gente se desinhibe con la música que a usted más le gusta, esa música por la cual su familia no lo acepta como un ser normal, y el problema es que estas fiestas quedan a las afueras de la ciudad y si no tiene auto le queda literalmente imposible ir, y ¿de qué demonios le sirve el maldito teléfono móvil si no tiene auto para salir por las noches?
Nadie los entiende a la postre, el uno porque no quiere saber más de trancones y quiere deshacerse de su auto, y el otro porque su sueño es comprarse uno. Pero no, usted es una persona más sencilla que eso, usted es ecológico, usted no tiene ni quiere auto, no tiene teléfono móvil porque las baterías se demoran mil quinientos años en biodegradarse y no tiene microondas porque perjudica la capa de ozono, usted es un lector puro y neto, de los que van los domingos a los parques públicos y se sientan bajo un árbol a leer y a escuchar la alegría de los niños en sus juegos, y se dice que el paraíso de segundo grado no está más que en los mágicos mundos de sus lecturas, y usted no piensa más que en esos personajes ficticios pero tan reales, en esas relaciones tan profundas entre personajes y en esas sorpresas tan repentinas de sus situaciones, y entre divagaciones, los primeros días de cada mes lo sorprenden siempre en estados económicamente críticos y la maldición del número cinco cae en sus brazos dejándolo perplejo, al punto que no puede ya leer ese día, porque el cinco de cada mes usted está supuesto en pagar la renta del claustro donde sus ilusiones reposan junto a un colchón manchado que como base tiene libros, y el concepto de paraíso de primer grado resuena en su cabeza sabiendo que, sin éste, el paraíso de segundo grado sería entonces de primer grado, porque ahora tiene que pagar el arriendo y no sabe cómo hacerlo y no me hable más de grados porque es el propietario a quien le subirá la temperatura de unos cuantos si no paga a tiempo: usted es una persona humilde y no le hace daño a nadie, es sonriente y camina con las manos entre los bolsillos y siempre deja pasar a los demás primero, le dice buenos días todas las mañanas al cartero y contesta al teléfono con un amable buenas tardes, y se dice que sus sueños son inmensos pero que su paraíso es muy corto, tan sólo quiere poder pagar cada mes el alquiler.
Usted piensa que el paraíso es entonces lo contrario de lo que es ahora, o un lugar distante del que se encuentra ahora, o simplemente la situación que se merece, que es, por supuesto, opuesta a la actual. El paraíso es allá y mientras usted se encuentre acá nada podrá hacer, y así como los perros de carreras que corren detrás de una liebre mecánica, usted piensa que a cada paso que da en su camino éste se acerca, pero se equivoca, y a veces sufre depresiones, y no precisamente dominicales, cuando se siente como un niño que se agacha para coger la pelota entre sus manos pero antes la patea torpemente. El paraíso reposa en la coordinación entre lo que se desea y lo que se hace, pero más que nada, reposa en la decisión y la fuerza de voluntad con que se llevará a cabo el paraíso, el viaje hacia el paraíso.
Pues bien, esta es la historia de aquel que un día tomó la decisión de ir al paraíso, e hizo lo humanamente posible para realizar tal viaje. Su nombre es Güendolino Pucio. Todo comenzó en Cartagena de Indias durante las navidades de 1995 cuando por aquel entonces se encontraba de viaje con su padre y su nueva amante, la empleada del servicio. No podía soportarla, así que una vez llegados a destino trás atravesar el país por tierra compartiendo el mismo auto, hizo lo posible por no pasar el tiempo con ellos. Muy temprano en la mañana, Güendolino salía hacia el club de vela a encontrarse con amigos y no volvía a verlos hasta entrada la noche, cuando regresaba al hotel para dormir. Koïma Hueca de los Pómulos, se llamaba la muy insulsa. Pese al esfuerzo que hacía por integrarse a la familia cuando se ponía a hacer el desayuno para todos, Güendolino a duras penas le daba el buenos días y salía del aparta-hotel sin probar bocado.
Era una india campesina, venida del interior del país, había emigrado a la ciudad en busca de nuevos horizontes y como no sabía hacer nada, llegó a la casa de su padre como empleada del servicio por medio de recomendaciones. Tendría unos 20 años, apenas uno más que él, de buena estatura, cabello negro, lacio y largo hasta la cintura y grueso como las cuerdas de una guitarra. Su mayor atractivo era tal vez su cuerpo, y aunque su piel pálida y sus crespos vellos negros en los brazos no ayudaban mucho, era el carácter atlético de sus muslos y el espíritu deportivo lo que llamaba tanto la atención al padre de Güendolino, y ella explotaba esa cualidad como su único recurso. Caminaba sacando los pechos y sacando el trasero pese a que sus torcidos codos no armonizaban con su desfilar. Del cuello para arriba una frente descomunal trataba de disimularse bajo un mechón de cabello a manera de capul, dos ojos medio achinados que por lo general vestían pestañas postizas, nariz chata de grandes orificios, cachetes hinchados, una gran boca de dientes en desorden y dos orejas enormes cerraban el cuadro. A decir verdad, era bastante fea, además de ignorante.
Lo que a Güendolino más le molestaba era la constante actitud arribista con que vivía, imitando las actrices de las novelas televisivas, razón por la que había optado no dirigirle la palabra a no ser que fuera absolutamente necesario, como lo fue un par de meses más adelante. Por esto y otros detalles, la tensión entre él y su padre aumentó al punto en que éste último decidió darle el dinero suficiente para que se fuera de paseo con sus amigos y terminara de pasar sus vacaciones lejos de ellos. Y así fue. Al día siguiente, Güendolino y dos amigos más emprendieron ruta en una camioneta rumbo a la costa norte colombiana, Cabo de la Vela, La Guajira.
Fue una aventura inolvidable. Luis Fernando y Juan Carlos, ambos mayores que él por diez años, serían, a raíz de aquel viaje, amigos entrañables por el resto de su vida. Iban en una camioneta Mazda de una sola cabina de vidrios polarizados y un platón con estacas de madera donde llevaban las provisiones y las tablas a vela con que navegarían en uno de los parajes míticos del país, dadas las condiciones desérticas del paisaje y la fuerza del viento. Ninguno de los tres imaginaba que meses más tarde se encontrarían en el paraíso con el mismo fin, navegar. Güendolino se había graduado recientemente de Bachillerato y no había cesado de navegar desde que tenía doce años, cuando por primera vez se trepó en una tabla en el Lago Calima. Todos los fines de semana, invariablemente, se iba para el lago a hacer deporte, tanto así, que se convirtió en su modo de vida, como una droga. Pero cuando se fue a estudiar a la capital, lejos del hogar y de su lago, se percató realmente de cuán importante era esa droga en su vida, y la pasó muy mal. Esta experiencia en el desierto despertó en él un apetito insaciable por la aventura y lo impulsó a cambiar el rumbo académico por un rumbo consagrado el deporte, agua, viento y sol. Los días que pasaron en el cabo fueron tan sólo la antesala de lo que sería su vida durante los próximos meses, cuando no hizo más que vivir en función de su pasión.
Llegar al Cabo era más que una aventura un poco arriesgada, era una experiencia única ya que muy seguramente ninguno de los tres reuniría las condiciones necesarias para repetir dicho viaje. Hicieron una parada obligada en Rioacha, la última aglomeración urbana antes de emprender camino por el desierto, con el fin de aprovisionarse lo suficiente en agua potable y comida. Lo más importante era el desayuno. Habían previsto un litro de leche en caja tetrabrick por mañana y por cada uno, cereales de chocolate y en barras, y bastantes pasabocas dulces para recuperar energías después del ejercicio. En caso de que no tuvieran donde almorzar y cenar una vez llegados, previeron comida enlatada y mucho pan tajado, mantequilla, mermelada, mayonesa, y papitas fritas para el decoro.
Una cuarta parte del platón de la camioneta lo ocupaba la nevera portátil, llena hasta la tapa con las provisiones y el hielo en cubos. Unas tres horas después de dejar atrás a la polvorienta ciudad de Rioacha, se toparon con un cartel indicando la dirección del Cabo y emprendieron el último tramo. No hubo más carretera asfaltada. Durante más de una hora anduvieron paralelos a la línea férrea por un camino que, más que una carretera despavimentada, parecía una pista de aterrizaje de unos veinte metros de ancho, una sola línea recta que desaparecía formando un punto en el horizonte.
De vez en cuando, una nube de polvo aparecía a los lejos acercándose a gran velocidad. No era más que un campero cuatro por cuatro que pasaba con los vidrios ahumados cerrados. Antes de encontrarse con un nuevo cartel de desviación, se toparon con el tren proveniente del Cerrejón, la gran mina de carbón a cielo abierto. Era tan largo, que decidieron parar el auto y bajarse para contemplar aquella procesión infinita de vagones, nunca habían visto nada semejante. Abandonando la carretera despavimentada por la que andaban a más de 120 km/h, se adentraron en un nuevo paisaje arenoso coloreado por grandes arbustos siguiendo las huellas que otros habían dejado. No hubo más camino definido. La única certeza que tuvieron de llegar al destino era que alguien ya había pasado por ahí, aunque estuviese perdido. Nunca antes habían tenido la sensación de sentirse tan vulnerables a la voluntad de la naturaleza, pues en cualquier momento la arena podía hacerles una mala jugada si por casualidad no seguían con precaución las huellas sobre la tierra rojiza. Víveres para una semana, una camioneta en buen estado mecánico, aparentemente, unas tablas a vela, la inmensidad del cielo y de la tierra y dos casetes con música de los años ochenta eran su compañía.
La angustia quedó atrás cuando por fin llegaron al dicho caserío. Después de negociar con la dueña de una de las casas más sólidas, tomaron posesión del kiosco que les serviría de refugio: un techo de hojas de palma secas sobre cuatro postes de madera, a pocos metros del agua. Aunque casi nunca lloviera en la región, estacionaron la camioneta debajo de éste y colgaron tres hamacas. Entrada la primera noche, Luis Fernando, al que todos llamaban Guty, acomodó la funda acolchonada de su tabla a manera de cama y tomó posesión del platón de la camioneta para pasar la noche. Nunca antes habían visto las estrellas brillar tan cerca a la línea del horizonte, y con una fuerte brisa fresca, se durmieron. Así fueron aquellas primeras noches de enero.
Durante el día navegaban en sus tablas y se divertían como niños chiquitos en la gran ensenada del Cabo de la Vela, en compañía de algunos barcos camaroneros, saltando redes y boyas y persiguiéndose los unos a los otros a gran velocidad. Al mediodía, salían del agua para almorzar, se instalaban en el comedor de plástico de la casa más sólida, y la dueña les servía con arroz y ensalada la langosta que previamente había escogido cada uno, cuando aún vivas, las sacaban de sus jaulas a orillas del mar para pasarlas directamente a la olla. “Esta es la vida que nos merecemos”, decía Juan Carlos, más conocido por sus amigos como Calero.
Por la tarde, retomaban actividades después de una larga siesta en las hamacas, y entrada ya la noche, iban linterna en mano en busca del tanque de agua para sacarse el aguasal a totumazos. Una vez apagado el motorcito que generaba electricidad para la casa principal, después de la novela de las diez, el silencio cedía el campo al rumor de la brisa y al titilar de las estrellas. Seis días con sus noches pasaron de igual forma, salvo por la tarde en que la camioneta se hundió en la arena cuando iban en busca de nuevas playas, y les tocó esperar un largo rato hasta que consiguieron ser remolcados por una Nissan Patrol de un boyacense simpático y de gran estatura. La noche en que celebraron el decimonoveno cumpleaños de Güendolino Pucio, cervezas venezolanas en mano, hicieron una pequeña fogata de despedida.
Al día siguiente, después de doce horas de camino, llegaron a La Heroica. Se instalaron como pudieron en el cuarto de la casa de un amigo de Guty y sacaron las bicicletas para dar un último paseo por la ciudad amurallada, antes de emprender el viaje de regreso de mil kilómetros hasta Santiago de Cali. Aquella noche, de regreso por la avenida principal de Bocagrande, Güendolino se encontró por casualidad con Pilar, la novia del argentino Agustín, entre el supermercado y su edificio. Ambos estaban sumergidos en la nostalgia, Agustín regresaba a Mauï en pocos días por lo que tenía que separarse de ella y Güendolino tenía que regresar a casa y emprender un nuevo semestre en la universidad. Aunque la conversación fue breve, tomaron la decisión que cambiaría el curso de sus vidas radicalmente ese año: el viaje a Hawaï.
Entre enero y marzo se llamaron por teléfono una vez semanalmente para contarse en detalle cómo iba el proceso para el viaje. Güendolino había desertado la idea de seguir estudiando en Bogotá y había regresado a su casa materna, pero sobre todo a su lago los fines de semana, con la excusa de que la facultad capitalina no tenía buen nivel. Su madre, siempre deseosa de tenerlo cerca y su padre siempre tan alcahueta, patrocinaron la idea. Güendolino Pucio, quien nunca fue un estudiante sobresaliente ni en el colegio ni en la universidad, empezó a desinteresarse cada día más por los estudios. Paralelamente, participaba en competencias de tabla a vela y cuando no ganaba en su categoría, quedaba entre los tres primeros. Esto hizo que fuera acumulando trofeos y cierta reputación en el medio. Era un muchacho consentido, o mejor dicho, era la fiel representación de lo que se llamaba un hijo de papá y mamá. Para motivarlo un poco más en los estudios su padre le había propuesto regalarle un auto a cambio de buenas calificaciones, pero antes de terminar el semestre, ya andaba en él. Las cosas le llegaban siempre así, fáciles, de manos de sus progenitores. Semana Santa llegó y con ella la noticia de que formaría parte del equipo nacional para ir a competir al exterior, patrocinados por distintas empresas.
Era la primera vez que un gran patrocinador asumía los gastos de transporte y viáticos de un equipo de cinco competidores, todos de la categoría Junior, para competir a nivel internacional. No cabía duda de que Güendolino fuera el mejor del equipo, y el que asumió la responsabilidad de entrenador del equipo, hizo todos los trámites para que los jóvenes deportistas pudieran ausentarse de clases en liceos y universidades. Pero todo no era color de rosa para Güendolino. Dos días antes de partir, una varicela lo tiró a la cama y lo retuvo durante una semana. Quedó frustrado.
Su primera gran oportunidad de sobresalir fuera del país se vio opacada por una enfermedad que debió darle cuando era niño, y tomó la decisión de convertirse en deportista profesional, de puro despecho. Estaba en la mejor edad competitivamente hablando y le dijo a sus padres que los estudios podían esperar, que siempre habría tiempo para estudiar, después de los treinta, cuando su rendimiento físico no fuera el mismo.
Ser deportista profesional no se resumía a una decisión simplemente, ni al hecho de abandonar los estudios, tenía que encarar las cosas con seriedad, conseguir un patrocinador, un entrenador, seguir una programación, entrenar disciplinadamente, en fin, convertir su deporte en un trabajo como cualquier otro. No volvió casi a la universidad, para colmo de males, tuvo una discusión con un profesor bastante subida de tono cuando terminó diciéndole a Güendolino que cambiara de profesión, que se dedicara a la veterinaria o a la culinaria porque no servía para eso, que sus trabajos no estaban a la altura de lo esperado. Fue la gota que rebosó la copa. Al día siguiente empezó los trámites para vender sus equipos deportivos y así poder comprar el tiquete de avión. Pilar, por su parte, ya había comprado el suyo y fijaron una fecha, finales de abril. Con la venta de la tabla, la vela y demás accesorios, logró juntar algo más de mil dólares para la compra del tiquete. No le quedaba más que hacerse algo de plata de bolsillo vendiendo el equipo de sonido, la bicicleta de montaña, y otros cachivaches de su pertenencia. Cuando su madre, quien no estaba enterada, vio llegar el primer comprador a la casa ya Güendolino tenía todo resuelto y tiquete en mano le explicó que partiría la semana siguiente para Hawaï. Su padre estaba en Europa por esos días, lo que facilitaba las cosas ya que las relaciones no andaban sobre rieles. La tensión estaba al tope por los dos lados. Güendolino les sacaba en cara que ambos se habían ido de casa en la adolescencia, sin previo aviso, en busca de sus sueños, cuando en repetidas ocasiones quisieron persuadirlo de que no abandonara su carrera en mitad de semestre, que se fuera en vacaciones, y que dejara todo organizado por si regresaba. El problema era que no sabía si regresaba y aún menos si quería seguir estudiando. Su padre regresó dos días antes de su partida, y después de escuchar la sorpresa que Güendolino le tenía, no pronunció palabra. Ya en el aeropuerto cuando se despidieron, le entregó un cheque con una suma importante, “en caso de emergencia”, le dijo, con los ojos aguados.
Pilar lo esperaba en el aeropuerto El Dorado de Bogotá y tan pronto lo vio llegar, llena de emoción y con una sonrisa, le dijo:
-¿Nos vamos para Hawaï?
-Al Paraíso por favor– contestó irónicamente.