Volar de espaldas

Montevideo, 18 horas, es la hora pico del transporte urbano, no tengo ni idea hacia dónde se dirige el ómnibus, solo sé que va en la buena dirección ya que a mi izquierda está la playa, y al fondo, después de la gran curva, debería aparecer el centro. Que me acerque al menos un poco, pensaba yo, sentado en la primera banca, contiguo al chofer, luego caminaré algunas cuadras y preguntaré, si es necesario, cómo llegar a mi calle. Estaba cansado. Me siento en los primeros puestos porque me gusta ver el estilo de conducción del motorista, siempre me llamó la atención, desde mis primeros recorridos en bus hacia el colegio, con apenas cuatro o cinco años. Y en esas andaba, un poco distraído por el paisaje urbano, muy diferente al de mi tierra, cuando de repente se sube una joven con un porta-bebé.

La gente, en la parada del bus, la dejó subirse de primera, como un gesto colectivo natural, sin sospechar que esa misma mujer, de unos treinta años, segundos después, iba a desenfundar una retahíla sobre sus tarjetas con íconos religiosos y calendario. El bebé iba mirando hacia adelante. 

En la capital uruguaya, por aquel entonces, la entrada a los buses se hacía por la puerta trasera, donde una empleada recibía el dinero a cambio de un tiquete, sentada como en una especie de cubículo detrás de la registradora. El descenso se hacía por la puerta delantera y a cambio de un botón de parada, había que hablarle al chofer fuerte y sin acento  para que activara los frenos y abriera la puerta con la manivela.  

    La señora se presentó con una voz potente y ronqueta una vez hubo llegado al frente del corredor, anunció que repartiría sus calendarios, y agradeció de antemano a aquellas almas de buen corazón que quisieran ayudarle en su trabajo, y que Dios los bendiga. No ayudarla era poco probable, pensaba yo y seguro lo pensaban todos. Una mujer con un bebé de pocos meses a cuestas, trepada en un bus haciendo malabares entre los pasamanos, sorteando el mal humor y el cansancio de las caras largas que salen del trabajo, merece, como mínimo, ganarse las monedas que sobraron al finalizar el día. Cuando repartió su última tarjeta en el fondo, empezó a caminar en reversa, las dos manos ocupadas tratando de guardar en el bolsillo las sobrantes.

 

Cámara lenta, primera escena: imaginen un hecho trivial, cotidiano, cerca de un semáforo. Imaginen una cadena de acciones que desembocan en un accidente de tránsito, quizá un perro que se le escapa a su amo y que cruza la calle, quizá un taxi que evita al perro, quizá un auto que sale de su carril por evitar el taxi, probablemente el estrepitoso ruido de seis llantas grandes chirriando. Imagínense la gente que no está mirando la escena, que por el ruido de las llantas solo espera el atronador Crash, esa clase de gente que sube los hombros y aprieta los dientes esperando el estruendo del choque.

Cámara lenta, segunda escena: imaginen los músculos de la pierna del chofer al rojo vivo, aplicando el peso de su cuerpo y la presión de su muslo y pantorrilla en el pedal del freno. Imaginen ahora la pobre señora, si, la única parada en todo el bus, la que lleva en su regazo una criatura recién nacida, imagínenla dando unos pasos hacia atrás, unos tres o cuatro, no bailando tango, muy popular por estas tierras, no, tratando de contrarrestar la inercia que tan de repente la coge por sorpresa, o más bien, la agarra por sorpresa porque aquí nadie coge, y la vence por completo y la pone a volar de espaldas, ya cuando sus pasitos de tango no pueden avanzar a la velocidad que traía el ómnibus y que ahora le toca a ella compensar, negociar, contrabalancear, equilibrar, igualar. Imaginen unos pocos buenos reflejos tratando de cogerla en movimiento, perdón, tratando de agarrarla, de cualquier parte, de los brazos, de las piernas, del pantalón, de la blusa. Imaginen algunas señoras gritando, incapaces de hacer algo, salvo anunciar a quienes estamos de espalda a la escena, como yo, que algo increíble está sucediendo en el mismo reducido espacio que compartimos, como una señal de alarma, un grito de terror.

Cámara lenta, tercera escena: sigan imaginando la señora con su bebé en posición horizontal, volando de espaldas. Aprieten el botón de pausa y hagan uso de su cámara de 360 grados, ésa que casi nunca utilizan porque les utiliza demasiada memoria Ram en su cabeza. ¿Cómo son las caras de los espectadores? ¿En qué piensan todos en ese preciso instante? ¿Acaso pensarán que la vida de ese pobre bebé está en juego? ¿O las monedas recogidas por ella, que explotan de su bolsillo, como una erupción de confetis brillantes volando por los aires, les llamará más la atención? ¿Estarán pensando en qué van a cenar o en el desenlace de la novela de las ocho?

Cámara lenta, última escena: vuelvan a apretar el botón de pausa, retomen la cámara lenta, pasen de manera progresiva a lectura normal. Imaginen ahora la señora cayendo al suelo, todavía con la velocidad de la famosa inercia de hace un instante, ésa que los pasos de tango no pudieron detener. Imagínenla arrastrándose por el corredor hasta que la detiene la registradora delantera del bus, a los pies del chofer, a los pies míos. Imaginen un solo grito, uno más, al unísono, ¡El bebé!

Por regla general, después de la escena del choque, viene un gran silencio. Imaginen ése tipo de silencio, interrumpido por los improperios del chofer hacia el auto, del auto hacia el taxi, del taxi hacia el perro y de éste ladrando.  Los rostros al interior del ómnibus van de la incomprensión al asombro, pasando por la tragedia. Algunas monedas siguen rodando por el corredor, atrevidas, osadas, resueltas a deambular por entre los zapatos, buscando tope. Se oyen lamentos y quejidos de los que se acercan a la señora que, a primera vista, parece inconsciente. El bebé reventó en llanto, está sano y salvo. Por suerte el tango también se baila caminando de espaldas.