Tuve la oportunidad de visitar cuatro de las más representativas ciudades de Italia en compañía de mi novia, a saber, Pisa, Florencia, Roma y Venezia.
De paso hacia estas destinaciones se nos cruzaron otras ciudades y pueblos menores los cuales atravesábamos en busca de un hotel de pocas estrellas o simplemente divisábamos a lo lejos pasando a toda máquina en lo que he bautizado «El Pichirilo», mi Peugeot 205 (año 88) que fue capaz de recorrer casi 3.000 km en 8 días.
Genova, una vez cruzada la frontera, la pasamos por encima gracias a un enorme viaducto, de columnas apoteósicas, por donde pasa la autopista, y cuando no se trata de impresionantes puentes entre las faldas de las montañas, largos túneles confunden nuestro consciente pasando del azul luminoso mediterráneo al negro oscuro de la noche, oscuridad pasajera, por fortuna; así que sencillamente se puede decir que Genova, ciudad donde reposa el cuerpo de lo que fuera el descubridor de las Indias, la sobrevolamos como si fuésemos en avión.
Partimos de Marsella después de medio día con dirección Pisa, a la que llegamos empezando la noche. Después de dar varias vueltas al centro histórico buscando infructuosamente un hotel que se acomodara a nuestro bolsillo, decidimos buscar pueblos periféricos y albergues más asequibles. Pontedera y un magnífico hotel sin estrellas aparentes, justo enfrente de una suntuosa plaza de pueblo y su majestuosa iglesia romana, nos proporcionó una buena cama doble y una buena ducha regeneradora.
La primera mañana del viaje que hasta ahora empezaba había comenzado con el concierto matinal de la misa de las nueve, a saber, el redoblar de las campanas compuestas con una melodía bastante original. El complejo religioso de Pisa fortificado nos recibió al meridiano para así seguir hacia Florencia, a la cual llegamos tres horas después. Desde la autopista, a unos cuantos kilómetros aun del centro, se podía divisar la impresionante y deliciosa cúpula de Brunelleschi dominando el paisaje, tanto natural como artificial. Más de cuatro horas se necesitaron para encontrar un hotel vacante, después de que nos alejáramos hacia las periferias con la estrategia de encontrar algo más económico, y después de una ardiente discusión por criterios y opiniones divergentes entre los cuatro, terminamos encontrando una habitación de cuatro camas separadas en el centro mismo de Firenze, ciudad natal de Dante.
El Pichirilo, fiel a nuestros deseos, cargaba en su maletera, además del único morral que compartíamos Isabella y yo, las maletas y equipaje de mi padre y su compañera, una neverita portátil con frutas y quesos que supieron podrirse al cabo del tercer día de viaje, una pelota de espuma que jamás utilizamos, unas raquetas de plástico para jugar en la playa que no hicieron otra cosa que entorpecer la metida de las maletas, un tarro de aceite para el motor y un rollo de papel. El hotel en cuestión, Leonardo, con tres estrellas, se nos antojó una miseria comparado con el anterior que no tenía ni siquiera una sola, pero la ventaja era que quedaba en pleno centro, justo detrás de la estación de trenes; cosa que disfruté mucho, pues solía abrir la gran ventana del baño cuando iba a sentarme al trono para ver pasar los trenes. Aquella noche cenamos en un restaurante-terraza frente a la Catedral de Santa María del Fiore, imponente, suntuosa, gigantesca, deliciosa e impresionante.
Mármol blanco y de todos los colores cubren sus fachadas, supongo que mármol de Carrara, ciudad que atravesamos con sus grandes canteras a cielo abierto yendo hacia nuestra primera destinación una vez cruzada la línea imaginaria indicando la frontera con un aviso. El ponte vecchio, el palazzo vecchio y muchas otras edificaciones y monumentos visitamos al día siguiente. Florencia, ciudad hermosa en su parte antigua como en su zona moderna y sus alrededores, de verdes colinas y campos cultivados. El interior de la catedral es realmente impresionante, la altura de sus naves y transeptos, de sus pilares y sus techos, pero sobre todo, la majestuosa cúpula vista desde el interior, con los asombrosos frescos representando los círculos dantescos, sus demonios, sus ángeles, se te va la respiración una vez entrada en ella y terminas con tortícolis por estar mirando hacia arriba.
Roma apareció ante nosotros al cabo de tres horas de autopista, y pudimos encontrar un hotel decente a unos cuantos minutos de la ciudad, en un pueblo dormitorio donde todos se conocen. Tres días no nos bastaron para conocer la integralidad de sus monumentos o sus sitios de interés, pero pudimos visitar el Vaticano, el Coliseo romano (anfiteatro), la fontana de Trevi, el Panteón y muchos otros que no cabría mencionar, así como un restaurante chino en el que comimos varias veces. Todos los monumentos son hermosos, sus ruinas llenas de gatos gorditos, venerados ahora por los romanos ya que una vez fueron estos quienes los salvaron de una gran tragedia; resulta que en tiempos antiguos de carestía y hambruna en donde los habitantes no tuvieron nada más qué comer, no encontraron otra solución o escapatoria que engullirse a los pobres felinos, y por eso ahora, en señal de agradecimiento, los veneran y los alimentan en las calles sin reserva: son los cuidanderos de las ruinas.
Cinco horas de camino y llegamos a Venecia, y el hotel vino hacia nosotros con la facilidad con que una oficina de turismo supo hacernos la reserva y darnos la dirección exacta. Venezia, ciudad de inspiración de Italo Calvino cuando escribió «Las ciudades invisibles», y para quienes no lo hayan leído, les diré que Venecia es inigualable e inimitable. La ciudad es una isla unida al continente por un largo puente encima de un dique, de unos pocos kilómetros en línea recta. El hotel donde nos hospedamos se encontraba en un pueblo a solo 15 min en carro o en autobús, y una vez llegado a Venecia en automóvil o en tren, a la estación de buses o a los parkings, no se puede ir más allá en un medio locomotor que no se trate de un bote, de una góndola, o sencillamente del medio de transporte más antiguo de todos, la marcha a pie. Canales por doquier convergen en el gran canal que atraviesa sinuosamente la ciudad de extremo a extremo. Góndolas llevando enamorados, lanchas cumpliendo servicios de taxi o grandes botes a motor que sirven de autobús, con estaciones flotantes. Urbanísticamente es alucinante. Arquitectónicamente es deliciosa, tantos detalles en sus puertas, en sus ventanas, en sus colores, en sus remates, en sus techos, en sus plazas, en sus iglesias, en sus andenes, en sus puentes peatonales, en sus terrazas estivales, en sus almacenes comerciales llenos de máscaras y vestidos para el carnaval y sus tradiciones, que la memoria se va saturando haciéndote olvidar todo lo anterior del viaje.
Ocho horas de autopista nos permitió regresar al Hostal Colombia, como hemos bautizado nuestras habitaciones de verano en la polémica ciudad de Marsella (Francia), quien tiene también sus encantos, pero a fuerza de vivir en ella, deja entrever también sus desencantos. Una vez cruzada la puerta al llegar a casa, un fuerte olor fétido sorprende nuestras finas narices: el pollo dejado en la nevera supo podrirse, pudriendo consigo la totalidad de su contenido así como la nevera misma.
Recuerden siempre no desconectar la nevera cuando salgan de viaje, y si lo hacen, recuerden dejarla totalmente vacía.
Marsella, julio 2002